"PUDOR", de Santiago Roncagliolo

Como de costumbre no voy a hacer sinopsis sobre la novela, porque el “¿de qué va? o ¿de qué trata?” que solemos preguntarnos unos a otros lo encontrareis al instante en la reseña que le hace Alfaguara, su editorial, aquí en Internet, o mejor aún, basta con que miréis la contraportada de la novela en cualquier librería o biblioteca pública para que de inmediato os apetezca adquirir el libro o sacarlo prestado. Así que en vez de arriesgarme a un resumen subjetivo que podría desorientar prefiero compartir con vosotros los efectos que me ha producido, las razones por las que me ha gustado tanto esta historia una vez destilada por mi alambique personal.

Entrar en “Pudor” es entrar en la verdad.

A menudo creemos que tenemos dos capas y que debajo de la primera -la expuesta, la que se muestra de cara a la galería, la de la imagen social que proyectamos- se encuentra la íntima. Y damos por sentado que ése es el orden correcto, y nos olvidamos de que esa primera capa es un completo artificio embadurnado de apariencias, convencionalismos, actitudes gregarias y censuradoras pensadas para adocenarnos, que hacen que confundamos el entretenimiento con el fin, el bienestar con la felicidad, y que acuñemos la idea de que para que todo funcione bien no hay que salirse del redil, –y eso, en el mejor de los casos, porque lo más común es que nos opriman, acoracen y aprisionen. Las grandes sumas de ingresos en antidepresivos tan sólo son un mal menor, no un síntoma de enfermedad social grave- y así se consigue que olvidemos la composición de nuestra esencia y los verdaderos fines que en esta vida hay que perseguir. Ya sé que es una perogrullada pero no por ello menos real.

Santiago Roncagliolo lo que regala a manos llenas en esta novela es autenticidad. Para enfrentarse a la autenticidad uno o una ha de ser valiente y saber que a este mundo venimos con lo puesto y nos vamos de la misma manera. Tenemos familia, amigos, compañeros de trabajo… pero hemos de saber que ellos no constituyen el fin, seguimos siendo soledades, (concepto que nada tiene que ver con estar aislado o sentirse solo), sólo el lenguaje sirve de hilván, es el pespunte que nos une, que nos cose a los otros, un niño que todavía no maneja el lenguaje para coger un objeto empujará a otro niño que se interponga, cuando conozca y sepa usar el lenguaje dirá: por favor aparta un poco que quiero coger lo que se me ha caído.

El autor de esta novela recupera el lenguaje perdido bajo esa capa artificial impuesta y férrea, la rompe y pone palabras a toda la verdad sepultada, y una vez que llama a las cosas por su nombre la verdad que aflora es hermosa y esencial, y sobre todo real que es lo que importa, así que una vez que ha destrozado los estereotipos que la sociedad de turno impone con la corriente de opinión que toque nos la muestra en todo su esplendor y transparencia. Y especifica muy claramente de que sí y de que no hay que avergonzarse.

La novela comienza con la muerte de la abuela en el hospital. El elenco de los personajes de “Pudor” lo compone una familia completa cuyos miembros viven todos juntos en la misma casa.
El abuelo o Papapa, (no había escuchado antes el apelativo cariñoso limeño, imagino que equivaldrá al yayo de aquí), alberga sentimientos que ya nadie le atribuiría, su atracción por Doris aumentará hasta cotas de hondura insospechadas, cuanto más vulnerable es esa mujer es cuando más la ama, -qué rabia me da no poder desvelaros más- porque el autor consigue, con este personaje, sujetarse en una frontera delicadísima, es difícil mantenerse ahí sin traspasarla, porque como acabo de escribir no es fácil moverse entre la ternura, el patetismo, y la heroicidad al mismo tiempo sin perderle la medida a alguna de esas líneas y sin hacer trampa con recursos cómicos, Roncagliolo resuelve de manera magistral sin perder tono.
En la casa de reposo “Mis mejores años” se produce una escena entre Lucy y el Papapa que cuando la leáis estoy casi segura de que os va a conmover profundamente, dice algo así: se produjo un silencio embarazoso durante el cual ambos trataron de recordar si Papapa era padre de Lucy o de Alfredo”. Creo que no se puede expresar con más concisión una frase tan llena de historia afectiva.

Alfredo jefe de departamento, hombre, marido y padre al que le quedan seis meses de vida, va a morir y no halla el hueco ni el modo de comunicar su diagnóstico entre los avatares y los mecanismos de las rutinas cotidianas que se imponen y no dejan el más mínimo resquicio a los imprevistos: vemos, -y digo bien vemos porque la novela es tan visual que no me extraña que se adaptase con facilidad al cine– al Papapa atrincherado en el baño, a los niños de pelea tirándose a la cara cucharadas de puré, a Lucy contestando al teléfono… en fin que no hay manera de que ese hombre pueda encontrar el momento.
También son durísimos sus desencuentros con la secretaria a la que está enviando un mensaje confuso que él conduce mal hasta el final por no desengañarla, y que por fortuna sirve como detonante para que la capa, -falsa coraza que impide la comunicación, de la que he hablado al principio- explote y deje a la luz lo verdadero. Antes de que eso suceda Alfredo llega a marcar al azar el número de teléfono de un desconocido para contarle que tiene cáncer a esa voz “humana” que le toma por chiflado. El cierre de este personaje es magnífico, también lamento no poder decir de dónde surge la frase: “Seis meses… Quizá podamos probar por los próximos seis meses” que le dirige a Lucy, su mujer. Me limitaré a subrayaros toda la página 173, y a remarcar las cinco anteriores por lo bien llevada que está la tensión hasta que desemboca en uno de los enfrentamientos mejor escritos que yo he visto en literatura con toda la conmovedora y purificante desnudez con la que el autor cierra.

Lucy, la mujer, esposa, madre, vendedora de cosméticos que necesita seguir sintiéndose amada, deseada… que “recibe” anónimos pornográficos de los que no voy a desvelar su autoría porque es una clave, además de un elemento sorpresa de los que dejan boquiabierto. En fin, me extendería, pero crearía de ese modo la paradoja de llenar tantas páginas como tiene el libro en el que se ha buscado con vehemencia lo sucinto para lograr la máxima precisión. La novela es como un líquido concentrado al que le multiplicas por cuatro el rendimiento.

No puedo dejarme a los hijos, en esta narración que tan bien tratados tiene los puntos de vista. Mariana, la mayor, debatiéndose entre la pubertad y la adolescencia descubriendo la orientación de sus deseos y sentimientos con toda la brusquedad arrasadora de la naturaleza y causando a su vez los mismos estragos crueles, pasionales pero comprensibles de las fuerzas desatadas de dicha naturaleza.
La escena de Mariana junto a Katy socorriendo al gato después de todo lo que ha ocurrido entre ellas habla mejor en un solo pasaje de la capacidad de asimilar, asumir, recuperarse, y superar, que miles de largos y sesudos tratados al respecto.

Sergio, es el menor, el niño que sabe mirar sin miedo a los fantasmas, también entra en conflicto con su amiga, (no voy a decir amiguita para no faltar al respeto con el diminutivo porque no hay cosa más grande ni más respetable que la mirada que un niño le echa a la vida) hasta que comprende y siente que lo es y que es tener una amiga. Ambos son testigos, sin juicio ni prejuicio, de un mundo en el que un ser humano puede morir completamente sólo y pudrirse durante meses sin que nadie lo reclame.
Sólo la imaginación de un niño puede convertir lo extraño en nave espacial y extraterrestre. Sinceramente, no creo que exista una conclusión más exacta.

Y por último nos queda Rocky, el gato casero cuya búsqueda del amor le cuesta un altísimo precio. Personaje urbano también tratado con el máximo respeto al que el autor le concede el privilegio de echar el cierre al magnífico desenlace de esta novela: Vemos a Rocky contemplar la pantalla apagada del televisor en el que se refleja su familia a la que imagina comportándose como esas otras familias de las series en las que todo es “perfecto” y termina diciendo el narrador refiriéndose a Rocky: En realidad aunque le gustaba, pensaba que era mejor no verla, fingir que no estaba ahí. A fin de cuentas, la pantalla sólo mostraba fantasmas, y no es bueno creer en ellos.

No sé si el autor pretendía o no que yo llegase a esta conclusión, pero su regalo para mí ha sido el de decirme que a menudo lo que más nos avergüenza de nosotros mismos es lo más genuino.

Es posible que lectores asiduos de este blog piensen que siempre me refiero a todos los libros con alabanzas y que tal vez ese detalle denote falta de criterio, confesaré la verdad: valoro tanto el ejercicio tan arduo que supone crear y realizar literatura que sólo traigo hasta aquí lo que me parece bueno porque lo que no lo es ya se delata por sí solo y no necesita de oráculos ni dirigentes orientadores. De meternos el marketin por los ojos ya se ocupan otros, yo me limito a compartir y a contagiar el placer de descubrir por nosotros mismos, en la medida de lo posible, claro está, con la esperanza de lograrlo, porque no hay nada peor que hablar de oídas poniendo tu libre capacidad de pensar y de elegir en manos de otro.

Sólo me queda añadir con admiración, que Santiago Roncagliolo para mí apenas es un muchacho de treinta y tres años y que ese oído y esa mirada de sensibilidad tan agudos que tiene no son corrientes en novelistas de esa edad.
En cualquier concurso al que se hubiera presentado se habría abierto camino, es imposible que una obra así pase inadvertida hasta para el jurado más calloso.
Y hablando de pudor, ya fuera del homónimo, cuando ejerzo como miembro de un jurado o participo en el comité de lectura si que notamos la tecla generacional y llevamos años observando ese factor común a los escritores que intuimos de esta edad, -aunque sólo sean ambientales o iconos culturales, pero ahí está- es el cuidadoso empeño que ponen en huir de lo pretencioso, que no se note la elaboración, es el rebuscar para que su escritura no resulte rebuscada, es en definitiva ese afán por la esencia, ese decir más con lo que se calla, es todo el trabajo que se descubre entre las líneas, eso queridos amigos se llama PUDOR.

Hasta el próximo encuentro.Un abrazo de Pili Zori

"Los niños", de EDITH WHARTON

Escogí este libro para el club con la intención de que nos asomásemos a la obra de esta autora tan adelantada al tiempo en el que le tocó vivir y en el que se sintió tan prisionera: con un padre distante y una madre superficial, al menos tuvo una exquisita educación privada debido a los continuos viajes por Europa que la familia realizó. Mal casada a los 23 años de edad, por conveniencia, con un hombre trece años mayor que ella que no disimulaba las infidelidades con las que durante años la humilló públicamente, sufrió repetidas depresiones.
Escritora de aguijón y enorme trascendencia -gracias a ella hoy podemos estudiar a través de su sagaz mirada aquella sociedad oprimida y opresora que finalmente se asfixió en su propio caldo- hasta ese valor le fue arrebatado: amiga de Henry James todavía hoy se le hace la reseña alegando injustamente y a la ligera que fue su discípula. Me atrevo a decir que esa afirmación sólo se debe al hecho discriminatorio de que era mujer, naturalmente Henry James también escribía sobre la sociedad a la que ambos pertenecían, pero eso es simple coincidencia, resulta lógico por tanto que los dos compartieran una misma línea de pensamiento.
Los anhelos literarios de Edith Wharton tampoco encajaban en el mundo de su marido, tan estrecho de miras y tan carente de imaginación, pero a pesar de las dificultades el talento se abrió paso. No sólo fue una escritora brillante también destacó como paisajista y decoradora de gran innovación.

Lo cierto es que habría preferido llevar al club “La edad de la inocencia” novela por la que recibió el premio Pulitzer y que a mi juicio revela con mayor nitidez la maravillosa sutileza con la que Edith Warthon analizaba, retrataba y ponía en cuestión todas las normas y comportamientos de la aristocracia neoyorquina de principios del siglo XX, (pero no la tenemos en ejemplares múltiples). Me apetecía que presenciáramos , a través de su lectura, la paradoja de que precisamente en ese mundo nuevo y contra todo pronóstico las estrictas reglas victorianas importadas se impusieran allí con mayor virulencia si cabe para preservar así la férrea endogamia. Todas sus constantes también están reflejadas en “Los niños”: la naturalidad espontánea frente al envarado convencionalismo de rebuscadas normas, y el alto precio que se puede llegar a pagar por desconocerlas… Ése es el gran mérito de Edith Wharton: supo sacar a la luz desde debajo de la hipocresía y sin salirse del juego de la sociedad a la que pertenecía el alma y las emociones verdaderas que no estaba permitido mostrar bajo ningún concepto y lo hizo sin que pudieran condenarla a la expulsión del “paraíso” en esa extraordinaria destreza de decir sin que parezca que se ha dicho, limitándose a poner en evidencia.
Edith Wharton colaboró además con la Cruz roja durante la guerra y dedicó gran parte de su vida a crear obra social en favor de la población más desfavorecida y al mecenazgo y apoyo de talentos emergentes.
Como coincidió en miércoles la fiesta del libro y participamos haciendo una lectura en voz alta de un relato de “Las mil y una noches”, apenas pudimos debatirlo durante la primera sesión. Pensé que la novela “Los niños” suscitaría un gran debate con respecto a la educación como derecho inalienable (esta colección de criaturas de distintos matrimonios que van escoltadas por Judith, la hermana mayor y por Escopi, la nany, viajando por el mundo sin tutela, de Hotel Palace en Hotel Palace y con dos objetivos: que no los separen y que puedan recibir una buena educación frente a la indiferencia de sus progenitores que deambulan de fiesta en fiesta creyendo que su dinero los mantiene a salvo) y efectivamente durante la primera sesión el debate se produjo y fue muy interesante ya que mis compañeras buscaron las equivalencias de aquel tiempo extinguido con el nuestro, también supieron encontrar las intenciones y símbolos de esta situación tan poco creíble en el presente llegando a la conclusión de que la autora forzaba con una vuelta de tuerca más para lograr el subrayado (aunque me temo que por increíble que nos parezca hoy este tipo de comportamiento para bien y para mal lo que describe la autora sucedía tal cual nos lo cuenta. Tal vez la falta de credibilidad se deba más a que pertenecemos a culturas distintas y a que no somos conscientes de cómo en apenas un siglo la lucha de clases al menos consiguió acortar las distancias, junto con la revolución industrial, claro está, o eso quiero pensar). Como decía en renglones anteriores con la fiesta del libro ya no pudimos poner en común las conclusiones finales, pero sí tanteé y vi que a algunas compañeras les había parecido una novela plana y costumbrista sin mayor importancia, la observación es atinada porque a pesar de su valor documental, del humor soterrado y de su carácter incisivo coincide con la de otros críticos que la acusan de escasez de acción narrativa. Esas opiniones me decidieron a proyectar, a falta de libro, la película de “La edad de la inocencia”, dirigida por Scorsese con un elenco de actores inolvidable, ya sabéis: Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis, Winona Ryder, … en fin una joya en todos los sentidos, rigurosísima con el texto y que nos da un registro nuevo de Scorsese, hasta ese momento más dedicado a reflejar ambientes marginales, de hampa o lumpen, en un cine de sello muy personal que nos ha dejado obras maestras que no hace falta enumerar porque son iconos reconocibles en cuanto se pronuncia su apellido.
Uno de mis directores favoritos, al que le profeso absoluta devoción, es Luchino Visconti. Hasta “La edad de la inocencia” no había encontrado a nadie con quien se pudiera equiparar, pero quiero dejar claro que no estoy hablando de herencias ni de influencias, “La edad de la inocencia” no es viscontiniana, pero sí produce el mismo efecto de inundarte de belleza hasta hacerte rozar el síndrome de Stendhal. Esa caricia parsimoniosa de la cámara recorriendo los rostros, los objetos, las ropas…, el tratamiento del deseo, el lenguaje no verbal, los silencios que el espectador rellena con un nudo de emoción, las encrucijadas…, la autenticidad… en fin no me quiero entusiasmar, que cada uno escoja y haga suyas las escenas que prefiera, pero la de él arrodillándose ante la condesa Olenska, la de su esposa ante él, la asfixia que le obliga a abrir la ventana, la transparencia de pensamiento que consiguen los actores en un trabajo tan contenido y perfecto… qué queréis que os diga, cuando todo eso y más se produce en cine, el orgullo es universal y todos hacemos nuestra la obra.
Tal vez el hecho de que Scorsese en su juventud quisiese ordenarse como sacerdote le haya dado la capacidad de manejar con tanta sensibilidad la culpa y el remordimiento, armas letales del catolicismo, dicho sea con respeto y sin ironía pero con verdad.
El final de la película es uno de los mejores broches que yo he visto en cine y que engloba y resume en una sola frase la desaparición de un tiempo que jamás regresará (por fortuna, dicho sea con alivio): "Dile que soy un anticuado", y la ventana se cierra.

No me quiero despedir sin dar las gracias a todos los visitantes del blog. Me ilusiona enormemente que nuestro club de lectura se prolongue aquí y pueda dar cabida a personas de diferentes lugares del mundo. Será un honor leer y escuchar vuestros comentarios. Un abrazo enorme para los que ya han dejado sus valiosas opiniones.
Hasta el próximo encuentro.

Pili Zori