"Nasmiya", de ADELAIDA GARCIA MORALES

Hemos estado un mes conviviendo con Nadra, Khaled y sus hijos y también con Nasmiya, la segunda esposa de Khaled. Españoles, todos ellos, convertidos al islamismo.
Como siempre, os recomiendo el atajo de internet para la búsqueda de la interesante biografía de Adelaida García Morales, (esta singularísima autora licenciada en filosofía y letras que además estudió escritura de guiones en la Escuela de Cinematografía, que fue modelo y actriz de teatro en el grupo Esperpento, que trabajó como traductora en Argelia y dio clases de lenguaje y literatura en un instituto de enseñanza media…, que vivió durante cinco años en Las Alpujarras, que arrasó con su novela “El sur y Bene” tras “El silencio de las sirenas” y que goza del respeto de crítica y lectores con cada nueva novela que escribe siendo una de las autoras españolas más estudiadas fuera de nuestro país). Y así me puedo dedicar de lleno a condensar en este pequeño rincón de lectura todas las reflexiones que a lo largo de cuatro semanas hemos ido haciendo.
Una de las compañeras del club dijo que la novela debería titularse Nadra y no Nasmiya porque Nadra es quien nos cuenta su historia en primera persona.
El libro plantea el triángulo amoroso desde un enfoque que nunca habíamos visto en literatura, con total ausencia de morbosidad y sin remitir a lo prohibido. La autora escoge con gran acierto el ambiente y la atmósfera adecuados para preguntarse y preguntarnos, qué pasaría si tu marido, del que sigues profundamente enamorada, trajera a casa a una segunda esposa de gran belleza externa e interna a la que doblas en edad, amparándose en que tu religión lo permite y en que tu aceptaste esa posibilidad con todas sus consecuencias. Y asegurase al mismo tiempo que a ti también te ama.
Como veis el debate estaba servido:
¿Se puede trascender la monogamia?, ¿es posible amar a dos mujeres a la vez y bajo el mismo techo, viendo los arrumacos, oyendo e imaginando caricias, aunque no quieras, tras la pared del dormitorio contiguo?, ¿y si se tratara de un segundo esposo escogido por la mujer?, ¿se producirían las mismas situaciones?, ¿cuánto hay de cultural o de instintivo en los celos y de qué están compuestos?, ¿surgen con el menosprecio o la exclusión?, ¿se deben al destronamiento?...
Podríamos continuar, como así lo hicimos, con toda la infinidad de preguntas y matices que nos propone el libro.
Lo cierto es que la autora, con enorme maestría, a lo largo de las páginas va desarrollando la situación como insostenible, pero sin embargo, y tras hacernos conjeturar sobre todos los desenlaces posibles, la evoluciona sin que apenas notemos cuando se produce el punto de inflexión. Para ello no utiliza recursos drásticos ni impactantes que justifiquen el cambio de actitudes de los protagonistas, simplemente nos deja asistir a la transformación de sentimientos que se va produciendo y que en ningún instante es arbitraria o interesada, ni de acomodaticia necesidad de adaptación, sino producto de reflexiones y exploración profundas.
La autora se encarga de subrayar que en todo momento, Nadra y sus hijos tendrían manutención y techo asegurado.

Adelaida García Morales también se ocupa, a través de los amigos de ambas culturas, de contrastar, para que el lector vea con claridad lo que Nadra busca y el proceso interior en el que está sumida. De hecho entre la comunidad musulmana que la protagonista frecuenta hay matrimonios que eligen la monogamia y comprenden el sufrimiento de la primera esposa de Khaled.
Y al lado y al mismo tiempo, también la escritora coloca a Antonio que no es musulmán y sin embargo ansía y envidia esa tolerancia ya que perdió a esposa y amante por no querer elegir, de esa manera García Morales descontextualiza aislando sentimientos e instintos para que el lector no pueda achacarlos a elementos culturales, costumbres o presión social.
A algunas de mis compañeras la novela les pareció reiterativa y le habrían quitado páginas. Es cierto que la historia se podría haber acortado, pero también es evidente que lo importante no era el fin sino el proceso, como ya he dicho en renglones anteriores, y que para conseguir el marco cerrado y obsesivo había que situarla dentro de la casa, para recalcar el mundo interior, tanto espacial como anímico, y poder crear así la espiral de pensamientos que van y vienen desde el centro hacia afuera.
En ese ir y venir se van añadiendo pequeños trozos con cada ingrediente nuevo, que todavía el lector no advierte, pero que están, que ya han ido apareciendo. La autora aún no quiere perder el aparente círculo vicioso y sin salida porque está creando atmósfera.

Os aseguro que esta clase de ejercicio de enorme introspección entraña una gran dificultad para un escritor, y que siempre que se aborda una sabe perfectamente donde se mete: el monólogo interior, la turbulencia mental, los sentimientos y sensaciones ambivalentes... En fin, para mí, como escritora ha sido un hallazgo escarbar en la carpintería de esta magnífica novela, si difícil es describir sentimientos, -recalco que no digo expresar, sino describir-, más complicado todavía es definir los pensamientos, y si damos otra vuelta de tuerca que es la de mostrarle al lector la actividad mental como si la estuviera viendo, ya es el súmmum. Y eso es exactamente lo que ha logrado Adelaida García Morales: diseccionar el alma y la mente de Nadra y servírnoslas en bandeja.
Para quien está metido en un atolladero no pasan las horas ni los días, y la autora consigue a la perfección, y doy por hecho que a propósito, la sensación de estancamiento, pero no se olvida del lector y para que él sí sepa de forma sencilla y en todo momento dónde está le muestra la entrada y salida de escena con los horarios de comidas, así, aunque Nadra ha perdido la noción, él sí ve que el tiempo global en el que se desarrolla la novela, transcurre en unos meses, y el detallado día a día.
Llegados a este punto conviene que ahora diga que la autora reescribió “Nasmiya” cuatro veces, detalle que remarca la intención, como vengo repitiendo, y que tanto “El Sur y Bene” como “La lógica del vampiro” son libros de pocas páginas donde Adelaida muestra gran capacidad de síntesis y el arte de decir lo máximo en lo mínimo, por tanto nos queda claro que compuso y eligió a propósito, ambiente, tono, música y ritmo para este libro de mayor duración. De hecho, creo recordar que en alguna entrevista leí que Nasmiya era su obra más querida, no sé si tras las posteriores seguirá prefiriéndola, pero sí que fue muy cuidadosa con las intenciones que quiso plasmar.

En el club hemos pasado por distintos estados de ánimo mientras la leíamos: nos hemos enfadado a ratos con la protagonista, con Khaled el marido, con Nasmiya, les hemos justificado a veces, en otros momentos empujábamos a Nadra para que tomase diversas decisiones, y cuando las tomaba entrábamos en contradicción para sujetarla… Nos hemos preocupado por su dolor de estómago y por su posible entrada en la depresión, por su porvenir…
Dado que los personajes viven en Madrid, una de nosotras preguntó “y si quedaran viudas ¿para quién sería la pensión bajo la ley española?” Gracias a las compañeras que tenían cerca a mujeres musulmanas dedujimos que se repartiría. También les pidieron el contraste de pareceres y por lo visto en algunos detalles distaba bastante del libro, como en el de que una mujer musulmana saliera sola de noche y volviese a casa acompañada de un amigo, pero enseguida otra de nosotras matizó que el sufismo es un movimiento más heterodoxo, -dicho en términos coloquiales: una rama del Islam más suave con el cumplimiento de los preceptos, que se trata más bien la búsqueda de una experiencia espiritual que de una doctrina-, ella nos contó que había conocido una comunidad sufí afincada en una aldea cercana a su pueblo, y que dichas comunidades proliferaron durante los años setenta y ochenta del s. XX, se acomodaron en las Alpujarras y en algunos otros pueblos de España “tal vez como reminiscencia de las antiguas comunas hippies”, añadió. En cualquier caso, y no sólo por curiosidad sino también por respeto, nos emplazamos a averiguar más datos sobre el sufismo.
Por la calle al ver a dos mujeres juntas y con el cabello cubierto ya no pensábamos en que pudieran ser madre e hija, o hermanas, o dos amigas sin más, por primera vez nos planteábamos que podrían ser esposas de un mismo hombre, y nuestra recién estrenada indagación nos daba la medida de lo poco que nos conocemos aún viviendo en la misma calle.
Han sido unos coloquios muy bonitos y llenos de consideración hacia el Islam y las personas pertenecientes o practicantes de esa fé. No obstante, algunas opinamos sobre lo bueno que es tener por separado Estado y Religión.
A mí el personaje de Nadra me ha enseñado mucho, podremos compartir o no su decisión final, pero el comportamiento reflexivo que mantiene en una situación desbordada, el saber contar hasta cien sin estallar, colocarse en el lugar de los otros, no caer jamás en la tentación deshonesta de usar armas de manipulación que sin duda poseía, su búsqueda de la verdad sobre sí misma y los demás me ha permitido trasladar a otras parcelas mi conducta.
Los celos y el sentimiento de propiedad sobre la pareja es desplazable a otros terrenos: al de los hijos, los amigos, los seres queridos… Afrontar la incorporación de otras personas en las vidas de todos ellos no es fácil porque en un principio parecen descolocar las nuestras hasta que aprendes a verlo como ganancia y no como pérdida.
No sé si a Adelaida García Morales yo le agradaría, es posible que me viese como a Antonio el amigo de Nadra: una incontinente verbal. Pero en mí se ha establecido un vínculo entrañable con ella porque me transmite sosiego y agradable parsimonia y el deseo de que se encuentre bien.
Muchas gracias por el regalo.

Pili Zori

"84 Charing Cross Road", de HELENE HANFF

En el comentario anterior os anuncié que nos adentraríamos en el libro titulado “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda, pero cuando fui a recoger los ejemplares para el club me dijeron que habían sido enviados a Turquía.
Me quedé un poco contrariada, porque había solicitado y preparado su lectura y la de dos novelas más con antelación, para ganar tiempo y poder compaginar otro compromiso también literario para el que tenía fecha de entrega. Pero dicha contrariedad se disipó enseguida: me gustó el destino, adoro Estambul, y me dije que, sin duda, allí comprenderían de maravilla el universal lenguaje del tigrillo y la dignidad de los shuar.
Así que no nos queda otro remedio que practicar la selvática paciencia del protagonista y esperar con anhelo a que la novela de Sepúlveda regrese a nosotros impregnada de Bósforo y Mármara, de la misma forma que Antonio José Bolívar Proaño cada seis meses aguardaba ilusionado en El Idilio la llegada del dentista Rubicundo Loachamín con las nuevas entregas.
Allí, en su mesa de largas patas -construida a propósito para comer y leer de pie y evitar de ese modo el dolor de espalda- Antonio José se evadirá del desconocimiento y la desfachatez de los forasteros que creen dominar la selva por el hecho de portar un arma, y devorará ávido página a página las novelas que tratan de amores difíciles y sufrientes que son sus preferidos. Pero en esta ocasión el compromiso vital con la selva amazónica y con los indios shuar pospondrá su apasionada lectura. Gracias a dicho compromiso que protagonista y autor comparten, comprenderemos el único duelo digno que la naturaleza admite, y el desconcierto del tigrillo nos pinzará el corazón remitiéndonos sin remedio a otra gran joya, la de Heminway : “El viejo y el mar”.

Y ahora, para compensar la espera, os quiero regalar este bellísimo pasaje con la intención de que os provoque el deseo inaplazable de tener entre las manos “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda:
El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana
” .

Como no hay mal que por bien no venga con la ayuda de un compañero de la biblioteca encontré “84 Charing Cross Road”.
¡Qué preciosidad!, y cuánto nos hemos alegrado de haberla leído en el club.
Este pequeño libro de culto es un epistolario, la recopilación de las cartas que durante más de 20 años cruzaron el océano de Nueva York a Londres y de Londres a Nueva York.
Helene Hanff , tuvo un sentimiento agridulce al saber que su clamoroso éxito lo conseguían unas cartas atesoradas en un cajón y no una de sus obras de ficción tras haber escrito decenas de piezas de teatro soñadas para Broadway que jamás fueron estrenadas.
Para entonces Helene apenas sobrevivía como freelance escribiendo guiones de televisión, cuentos infantiles, documentales… (En fin, no quiero extenderme con su biografía que sin duda hallareis pormenorizada por muchos rincones de internet, y la labor del club no es redundar sino entregar su singular enfoque una vez tamizado el libro con los ingredientes de todas las opiniones). Pero no saquéis conclusiones adelantadas: tampoco después de “84 Charing Cross Road” se acabaría la precariedad que desde siempre acompañó a esta chica de Filadelfia nacida en el 18 del siglo XX. Y es que en ningún momento estamos hablando de fama ni de éxito o dinero, sino de prestigio, y este afloró, por suerte, gracias a su editor o a su agente (no estoy segura) que lo halló en la humanidad de esas cartas y la obligó a compartirlo.
Si pudiera decirle a Helenne, -la gran dama que murió en una residencia de ancianos, con la misma escasez de bienes con la que había vivido- que no siempre se escribe con pluma, bolígrafo o teclado, que también se crea y se trama mentalmente; que escribimos con la huella de nuestros pasos y que esa grafología es más indeleble, que llega más lejos, que alcanza más alto, que se oye más fuerte, sin duda se alegraría y el sentimiento agridulce desaparecería.
Si pudiera decírselo, ella sabría de inmediato que fue un honor para nosotras entrar en su salón; que nos dejó deslumbradas la flamante librería formada por cajas de fruta lujosamente rellenas de ejemplares únicos encuadernados con hermosas tapas de suntuosas telas gastadas. Libros que persisten en abrirse por donde más insistía el dueño anterior, novelas que se empeñan en compartir la caricia de anónimos dedos imperecederos… “de segunda mano” mal llamadas, o “de viejo” que aún es peor. Si pudiéramos decirle lo que sentimos al entrar por la puerta del libro en su aposento, al instante sabría que el pellizco colectivo, empático y unísono nos encogió el corazón.

Sabría que derramé lágrimas, sobre esa alfombra que nunca tuvo, al ver su entusiasmo desparramado en catálogos de comida en conserva y medias de seda con destino a la posguerra del nº 84 de Charing Cross Road.
Esa poderosa imagen nos dio la medida exacta de la generosidad: Helene y su escasa ropa, Helene y su frugal comida para hacer acopio por no saber si habrá cheque para el último escrito…, pero fiel a la vocación y al oficio. Siempre tuvo para dar y antes que comer prefirió los libros.
Esa mujer que un buen día de 1949 descubre los ansiados tesoros a precio asequible en un anuncio de Marks & Co., y que por no perder tiempo en la larga fila de la oficina de correos prefiere enviar en un sobre el dinero adelantado para su pedido, transportará sin embargo, más adelante y sin ninguna pereza, paquetes enormes de víveres para que lleguen sanos y salvos al otro lado del mar.
Helene nunca conoció en persona a los protagonistas de su hermosa composición ejecutada a varias manos, cantada a varias voces…, para cuando pudo viajar hasta Londres la librería ya no estaba y Frank Doel había fallecido. Tal vez esta escritora de ferviente imaginación tampoco supo que a veces a la realidad le da por inspirarse para echarle una mano a la vida y superar a la ficción.
Esta mujer que se crió entre tablas de teatro porque su padre era sastre de las compañías merecía sin duda y por derecho propio ver sobre el escenario sus creaciones.
Pero a esta chica sin picardía yo le diría que sólo hay una palabra que nunca debió nombrar, esa que no se perdona, y que produce alergia urticante a las “intelectualidades” de cualquier tiempo. Ese terrible vocablo se silabea así: au-to-di-dac-ta , y en el mismísimo instante en el que es pronunciado empuja escaleras abajo el currículum de toda una vida con vertiginosa precipitación.
A esa chica sin argucia le gritaría con énfasis para que me entendiera: "No importa si has masticado el polvo del teatro desde antes de tener dientes, no se considera relevante que hayas escudriñado a griegos y romanos, ni que te hayas bebido el cáliz sajón y también el anglo además del teutón, porque se trata del barniz, ¿me escuchas? no interesa la buena madera sino el brillo del barniz, se trata de avalar con títulos, de contraponer cinco años de juventud a toda una vida de estudio y preparación. Así que nunca, nunca jamás, ¿me oyes? vuelvas a definirte como autodidacta, porque ese “estigma” quedará impreso en la solapa de un libro único y no publicarás más. Eso sí, trabajo de campo no te ha de faltar, todo el que quieras: ¡Escribe!, ¡adapta!, ¡busca para la tele!…, pero sabiendo que nadie te nombrará" .

Estoy segura de que mi club está lleno de mujeres sin título que con sus lecturas llenarían paredes de inmensos palacios, pero allí nos mezclamos sin preguntar, sin que ese efímero detalle se sepa o importe ya a nuestra edad de egos pulidos, hay en el aire una especie de acuerdo tácito que convierte en mal gusto la exhibición, y al igual que los años que cumples o los kilos que pesas, hay cosas que no se preguntan. Así que no seré yo quien haga la ficha.
Pero a veces la vida busca sinuosos recovecos para ser justa, y Mel Brooks a través de su compañía Brooks Film adquirió los derechos del libro de Hanff para regalarle a su esposa Anne Bancroft en el 21 aniversario de su matrimonio uno de los papeles más bellos de su carrera, Anthony Hopkins le daría réplica interpretando a Frank Doel, el delicado y culto encargado de la librería. Hugh Whitemore la adaptó y David Jones la dirigió, ambos provenían del mundo televisivo, con razón digo que el destino, a veces, escribe en justicia su propio guión y sin dejar cabo suelto.
El film en España se tituló “La carta final”. Creo que escogieron sin saberlo un emblema que encierra de algún modo un testamento que todos hemos heredado. Dicen que es la mejor película, sobre libros y librerías, jamás filmada, pero yo sólo estoy dispuesta a admitirlo si va cogida de la mano de “Fahrenheit 451”, de François Truffaut.
No me extraña que a Isabel Coixet le atrapara el libro, Isabel ama lo escrito entre las líneas, ese espacio es como un inconsciente que nos da información espontánea sin saberlo, ella se mueve bien en el terreno subliminal y consigue que el espectador vea lo sugerido en primer plano. Títulos como “Las cosas que nunca se dicen”, “La vida secreta de las palabras”… hablan por sí mismos y es que “84 Charing Cross Road” contiene LA HISTORIA, no sólo la de un tiempo concreto, sino LA HISTORIA, mira debajo y sabrás de qué te hablo.
A Helen Hanff le habría gustado ver el sobre el escenario a Carmen Elías y a Joseph Minguell.

Un fuerte abrazo y hasta el próximo encuentro en el que hablaremos de Nadra, Khaled y Nasmiya los protagonistas principales de la magnífica novela de Adelaida García Morales.

Pili Zori

"Chesil Beach", de IAN McEWAN

Tengo muchos deseos de compartir con vosotros y con mi Club de Lectura las impresiones que me ha suscitado esta bellísima y arriesgada novela.
Tras el clamoroso éxito de Expiación, (extraordinaria epopeya, del mismo autor, que fue adaptada al cine con fidelidad minuciosa y obtuvo muy buena acogida por la crítica y los espectadores y que ya comenté en otra entrada de este blog), McEwan cambia por completo de registro y se atreve a condensarse en un pequeño espacio de intimidad para el que, hasta esta novela, no se habían encontrado las palabras.
Florence y Edward, dos jóvenes de apenas 20 años se conocen en una manifestación en contra de las armas nucleares. Ambos provienen de mundos distintos: ella, urbana y perteneciente a una familia acomodada de clase media alta, con padre de gran éxito en los negocios y madre de prestigiosa docencia en la facultad. Y él, rural y de clase media baja. Su padre es maestro y su madre, tras un inesperado accidente vive sumida en su pequeña nube de creatividad caótica.
En casa de Florence se desayuna yogourt y se degustan comidas exóticas, en la de Edward rara vez se hacen las camas o se limpian los baños.
Ambos mundos confluyen en la universidad, espejismo de territorio igualador. Violinista ella y estudiante de historia él.
Vírgenes e inocentes llegan al matrimonio tras un razonable cortejo de pequeños escarceos amorosos que nunca han culminado en una relación sexual completa.
Estamos en la Inglaterra de 1962. Y de ahí parte la novela.

Todos los segundos, minutos y largas horas que contiene una sola noche, la noche de bodas; toda la tensión, toda la zozobra, transcurren en la habitación de un hotel situado en la playa de Chesil Beach, ése es el escenario. Todo un mundo invisible se concentra para destilarse en un acto fallido.
Lo que allí sucede dibuja la frontera entre un tiempo de reminiscencias todavía victorianas que se acaba frente al nuevo y rompedor que necesariamente adviene.
Como el libro nos anuncia en su contraportada aún no había aparecido el primer LP de los Beatles y “El amante de Lady Chatterley” todavía estaba prohibido.

Decía en renglones anteriores que es un libro muy audaz porque la profundidad a la que bucea para extraer los pensamientos y palabras secretos de un tiempo en el que hablar de intimidad y sexualidad era impensable, choca con la incontinencia verbal, en algunos casos, de hoy; de hecho enseguida se pone de manifiesto la edad de los lectores, y es muy significativo lo lejos que les queda esta historia a los nacidos en los años setenta y ochenta del siglo xx.
El autor es valiente porque hay que tomarle la medida exacta al tono para no caer por la pendiente de comicidad con la que en aquellos años se paliaba en España, sin ir más lejos, el desconocimiento, la inexperiencia y falta de comunicación que aterrorizaron a más de una novia, que por decreto ley y en una sola noche había de pasar de casta y pura a tener licencia para todo lo que anteriormente se le había vendido como indecencia. Pero en todos esos chistes gruesos y anecdóticos se mencionaban los hechos, pero nunca los sentimientos, pensamientos y consecuencias futuras de esas parejas de cuerpos sin confianza.
Al igual que en Expiación en Chesil Beach hay constantes alrededor de las que giran nubes oscuras: como la madre ausente por las migrañas y al mismo tiempo tan presente, o como la insinuación de abuso que como una sombra se cierne en ambas novelas para dar atisbos de explicación: esos “quizá” que el autor le deja al lector por si quiere recogerlos, pero que nunca suponen una salida clara y justificadora. Así la frigidez puntual de Florence, no tiene por qué ser necesariamente atribuible a una patología basada en el trauma. Sería una solución sencilla que el autor no quiere, por eso lo deja en velada añadidura, y ya se ocupa muy bien McEwan de abrirnos el abanico de complejidad con todos sus ingredientes, y le da la palabra a Edward para que sea él, el propio protagonista, pasados los años el que nos diga con sus pensamientos que habría sido fácil resolver de haber sabido:
Ahora, por supuesto, veía que la propuesta retraída de Florence era totalmente intrascendente. Lo único que ella había necesitado era la certeza de que él la amaba y la tranquilidad de que él le hubiera dicho que no había prisa porque tenían toda la vida por delante. Con amor y paciencia -ojalá hubiera él tenido las dos cosas a un tiempo- sin duda los dos habrían salido adelante”.

La novela está escrita con una maestría inusitada en clave de contrapunto, con todas las evocaciones que en forma de melodía nos van dando cuenta de las vidas de los protagonistas y de sus leit motiv, dejándonos un regusto de ternura y conmiseración por ellos y por tantos amores truncados por cadenas invisibles, por falta de pericia, por cerrazón impuesta… que más adelante mirarían con envidia la apertura de candados de la generación posterior.
Esperemos que el mal uso de la libertad conquistada no dé como resultado el efecto contrario: que bajo el sexo libre se enmascare el miedo al compromiso y que los cuerpos técnicamente experimentados no se conviertan en un muro infranqueable que no deje paso hacia el alma.
Y es que como el autor nos indica, nunca fue fácil mostrar la intimidad.
Tengo muchas ganas de ver a mis compañeros para que me regalen sus opiniones.
Comenzamos la temporada con Chesil Beach, de Ian McEwan, seguiremos con El viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, y ya con los motores calientes nos adentraremos en Nasmiya, de Adelaida García Morales para explorar cómo afronta los celos y la poligamia una occidental convertida en musulmana.
Si te animas… la propuesta es atractiva.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro

Pili Zori

"No siempre ganan los buenos", de NACHO GUIRADO

En literatura es arriesgado clasificar por géneros, porque en esta vida de prisas y etiquetas se puede ahuyentar al lector, excluyéndole de unos lugares o embaucándole para que elija otros, y en esta aventura, que tanto tiene de descubrimiento, es contraproducente que al lector se le quiera marcar el paso.
Como en alguna otra ocasión ya he dicho en este mismo blog, definir a las novelas como históricas, románticas, policiacas…, sólo es una forma de colocar el producto en los anaqueles para facilitar la labor de editores, libreros y bibliotecarios. Pero la buena literatura es eso: buena literatura. Y “No siempre ganan los buenos” lo es con mayúsculas.
Una vez hecha la aclaración os diré que podéis encontrarla en el sector de novela negra, junto a las de otros grandes como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Chester Himes, Jim Thompson, Ross McDonald, Patricia Highsmith, Georgio Scerbanenco, Juan Madrid
La estantería que alberga novelas negras siempre es un espacio de respeto, respeto ganado a pulso por método y por intención. Así que ahora sí, ahora ya podemos decir “género de novela negra” sabiendo lo que decimos y descubriéndonos al hacerlo.
Este género es valiente y un espejo en el que no nos gusta mirarnos porque fotografía las enfermedades sociales y nos pide cuentas.
Más que un género yo diría que es una especialidad que requiere tener preparados antes de comenzar planes, pautas y mucha documentación, porque tan importante es el contenido como el continente.
La novela negra siempre ha sido un tirón de manta que llegó a poner nerviosos a los gobernantes y a los poderes fácticos estadounidenses de las primeras décadas del siglo XX. Bajo la manta se esconde la podredumbre y el autor que emprende un ejercicio de estas características sabe que la va a levantar.
Este tipo de novela, a diferencia de otros tiene que estar sometido a normas precisas, tan exactas como un mecanismo de relojería y Nacho Guirado las cumple a la perfección, pero podría darse el caso de que Guirado fuera impecable con el método pero mediocre con el arte, nada más lejos.
Este joven escritor tiene una voz muy personal e inconfundible que sella su estilo. Su extraordinaria prosa y su riquísimo lenguaje caminan siempre al servicio de la historia, frase corta y contundente, adjetivo exacto, ritmo fluido…, no hace alardes, ni es pretencioso, -rasgo que no hay que confundir con la simplicidad-, que un libro sea fácil de leer significa que ha sido muy difícil de escribir porque el autor ha cribado hasta dejar sólo lo valioso y brillante y después ha probado a engarzar esas magníficas pepitas de diversas maneras hasta hallar la composición más hermosa que encaje y armonice con el tipo de historia que quiere contar.
La fuerza visual de la novela es cinematográfica, sin que ello signifique que el autor abandone en ningún momento el lenguaje literario, hay permiso para la contaminación, pero no es el caso. Los personajes están muy bien construidos, con las pinceladas exactas: el arte de decir lo máximo en lo mínimo. La mirada que el autor vierte sobre ellos es dura y pesimista, no salva a nadie. Porque Villalba es honesto en su trabajo, pero no en su vida privada.
El aislamiento y la incomunicación son la música de fondo de esta truculenta historia.
La banalidad, la avaricia y los bajos instintos crean monstruos y Amparo es la consecuencia.
Entre las líneas se adivina la preocupación del autor, y la valentía de su mirada frontal está sostenida por la conmiseración.
No siempre ganan los buenos” es un grito de advertencia.

La novela gustó mucho, y a pesar de su crudeza todos los compañeros del club recordaron que la realidad supera con creces a la ficción y que Amparo es un resultado similar a los de las noticias y sucesos que sufrimos a diario, al menos este libro indaga en los motivos y completa la información que nos falta.
El club se va de vacaciones hasta octubre, pero yo seguiré dejando cosillas por aquí. Adoro vuestra compañía.

Pili Zori

"El enigma", de JOSEFINA ALDECOA

Josefina Rodríguez Álvarez, ése es el verdadero nombre de esta escritora que formó parte de la generación literaria de los 50 del siglo XX y que al enviudar quiso imprimir para siempre el apellido de su esposo, el escritor Ignacio Aldecoa, en su obra, tal vez para eternizar así el vínculo y la compañía durante todo su periplo literario y vital. Así fue como Álvarez se sustituyó por Aldecoa en la firma y rúbrica de Josefina. Cuando él murió la autora dejó de escribir durante diez años.
En El enigma, novela contemporánea de contenido amoroso, nos plantea, una vez más, cómo nos marca la educación, -en nuestro país hace muy pocos años que chicos y chicas estudian juntos desde la infancia-, y para la autora la coeducación es importante, no en vano ha sido y será por siempre su compromiso: Josefina proviene de familia de maestros, su abuela y su madre lo fueron, y ella creó y dirigió el colegio Estilo, un extraordinario experimento humanista basado en las teorías krausistas que nutrieron la Institución Libre de Enseñanza en España, de hecho, Josefina se doctoró en pedagogía con la tesis “El arte y el niño” que se publicaría en 1960.
La novela El enigma es una historia de amor, y es precisamente ahí donde Josefina Aldecoa hace mayor hincapié con respecto a la educación recibida: como en un juego de muñecas rusas, la autora emprende la novela para someter a estudio a la pareja, y a su vez, Teresa, la protagonista, está trabajando en un ensayo sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
Daniel Rivera vive atrapado en un matrimonio sin amor: relación convencional, como tantas, sumida en el engaño y la costumbre. El “caprichoso” destino hará que un contrato temporal, para dar clases en una universidad de los EE UU, le conduzca hasta Teresa.
Daniel se crió y desarrolló en España durante el franquismo, Teresa, hija de exiliados, creció en los Estados Unidos, el contraste está servido.
A Berta, la esposa la conocemos a través de las llamadas telefónicas.

Entramos en el debate:
Uno de los compañeros del club, hizo una drástica crítica en su primera intervención, “La buena, el cobarde y la mala” –exclamó-, “no me gusta el planteamiento tan maniqueo y tan de vodevil.”
Observé a través de las opiniones que había elementos dentro del libro que suscitaban rechazo, eso siempre es buena señal porque indica que sus páginas no te dejan fuera, trascienden y nos remueven.
Otras compañeras intentaron defender y justificar, con bastante pasión, parcelas del personaje de Berta… A todos les pedí, incluyéndome, naturalmente, que intentásemos no proyectarnos, estábamos viendo enfoques diferentes al de costumbre en literatura: el de el personaje que forma el vértice triangular, en este caso “la de fuera”, “la que se mete en medio”, y el del “infiel”. Lo explico con cierto tono de sorna autocrítico, porque es la expresión de alerta que nos hace sacar y afilar las uñas del instinto conservador, ya que en el club abundan las parejas de larga duración, y entre los muchos temas importantes que plantea el libro también se encuentra el mensaje subliminal de que no hay que tumbarse a la bartola, que la alfombra del amor hay que sacudirla de vez en cuando para quitarle las pelusas, que los sentimientos evolucionan.
A partir de ahí otra compañera matizó: “Pero ¿Berta quiere a Daniel? Es que ese es el quid”. Llevaba razón: No se trata estar jugando a las casitas y a ver quién la tiene más grande y lujosa para ganar en la exhibición, está bien y es lícito luchar por un patrimonio en común y hasta enorgullecerse de ello, pero sin olvidar que no es el fin sino una de sus consecuencias.
Proseguimos y estuvimos debatiendo durante un buen rato sobre qué era estar enamorado, y puntualizamos acerca de la diferencia que se establecía entre amar a alguien en concreto, o a la vida que nos proporciona.

Exploramos en las razones que hacen que una pareja sin amor se mantenga, hubo testimonios al respecto muy generosos de compañeros separados y divorciados. También invertimos bastante tiempo en calibrar quién sufría más ¿el que abandona, o el abandonado?, ahí el club subió de temperatura porque el argumento de la compañera que hablaba tenía el añadido doloroso de que se estaba refiriendo a su hijo, y ya se sabe que esos daños los hijos los superan, pero a los padres se les queda una herida de impotente resentimiento, agradecimos el valioso y confidencial regalo.
En cuanto a si era necesaria la afinidad cultural e intelectual para emparejarse y quererse se llegó a la rotunda conclusión de que no, ya que si fuera así también estaríamos hablando de búsqueda de conveniencias tan peyorativas y prosaicas como las económicas, y de algo todavía peor: el pretencioso elitismo y el barniz social malentendido como prestigio, y ninguno de esos ingredientes sirve para darle cuerda al amor que pertenece al terreno de lo íntimo y de lo íntegro.
En la novela se reitera la expresión “superior” refiriéndose a personas, y aunque la autora, en alguna entrevista, aclara que la superioridad de la que habla se dirige a la categoría humana y por lo tanto a su dignidad, en el club no gustó. Nadie es superior a nadie, ni siquiera por el equipaje cultural. La educación y la cultura sirven para comprender mejor la vida no para situarte por encima de los demás.

En otro apartado, tratamos de no confundir llevarse bien con amarse, e intentamos averiguar hasta dónde las discusiones son comunicación, malas formas, o maltrato, ya que los temperamentos y escalas de valores son variados, y las fronteras difíciles de establecer.
También le dimos vueltas a la dignidad, tan presente en todas las páginas como música de fondo, y a cómo no hay que perderla aunque se ame mucho, pero nada de lo humano nos es ajeno y todos comprendíamos el patetismo al que se puede llegar en un periodo de transición hasta que se asume que lo que no tiene arreglo no lo tiene y que no se retiene al ser amado a la fuerza, ni se debe usar el chantaje emocional ni ninguna otra forma de presión ya sea burda o sutil.
Concluimos que seguía siendo un enigma el por qué unas parejas funcionaban y otras no. “Quizá porque hay un yo interior genuino y sincero que sí se conoce hasta el último fondo y sabe con certeza lo que siente y lo que quiere, pero ese yo no se comparte.” Ese fue el broche con el que cerró la última sesión una de las compañeras más reflexivas de nuestro club.

No sé qué le parecería a la autora esta prolongación en forma de epílogo que un sector de sus lectores hicimos, también es un enigma la literatura como herramienta. En cualquier caso creo que le resultaría grato el uso que le hemos dado a su hermoso trabajo.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro en el que habremos leído “No siempre ganan los buenos”, de Nacho Guirado el ganador del Premio de literatura de Guadalajara del 2005.

Pili Zori

"Espejo roto", de Mercè Rodoreda

A veces sucede en el club que el libro que acabamos de leer, en nuestro interior no se cierra, y entonces el nuevo queda bajo su estela. Con algunas novelas necesitaríamos un tiempo de reposo para el sedimento anímico, y eso es lo que me sucedió tras leer con mis compañeros y por segunda vez Tokio Blues.
Desde hace ya algún tiempo me resulta imposible realizar una lectura previa, solicito a la Biblioteca Pública de Guadalajara unos cuantos títulos del depósito de ejemplares múltiples -ya que hay muchos clubes y puede dar la casualidad de que el que pido esté prestado- y comienzo a leerlo a la vez que mis compañeros. En otras épocas probaba y adelantaba lecturas durante el verano.
Espejo roto, una vez leído, ha gustado mucho, aunque como ya sabéis cada semana ponemos en común cien páginas, y en las dos primeras sesiones hubo diversidad de criterios: excesivamente descriptivo- decían unos- otros se quejaron de sus compartimentos y de la sensación de novela por entregas heredada del XIX…, pero una vez que llegamos al final en el debate de la última sesión y con la visión global de la lectura completa sintieron su unidad y como encajaban todas las piezas.
Los debates como siempre fueron apasionados, los hechos iban y venían trasladándose desde el universo de la novela al de la “realidad”, mis compañeros buscaban equivalencias y también diferencias. Les gustó el retrato fidedigno de ese tiempo que comienza a principios del siglo XX y que llega hasta la guerra civil española, y se analizó en profundidad la forma de vida de la alta burguesía barcelonesa de entonces, clase dominante que imponía sus valores y encubría bajo insondables capas de hipocresía sus “deslices” anteponiendo el status a los sentimientos. De inmediato enlazamos con otras novelas leídas en club, que quedaron reseñadas en este blog y que podéis buscar si os apetece, como Los niños, de Edith Warton, y La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Comparamos a Teresa Goday, de Espejo roto, con Onofre Bouvila, de La ciudad de los prodigios, por la similitud de sus conductas arribistas -ambos son escaladores sociales natos sin muchos escrúpulos- y quisimos subrayar la semejanza para no caer en la tentación de dar un tratamiento distinto a Teresa por ser mujer, alegando la supervivencia como eximente.
Las novelas de Mercè Rodoreda siempre son narradas en torno a un personaje femenino de forma autobiográfica, como el de Colometa en La plaza del diamante. Para Espejo roto –libro escrito por la autora en la madurez- cambió de estilo y construyó un relato coral que está contado bajo puntos de vista muy distintos, y optó por los compartimentos para que el lector encontrase, dentro del mismo universo, los distintos mundos que habitan en él, así vemos el “arriba y abajo” de señores y criados, y el complejo y singular espacio de los niños en el que confluirán sin remedio y de forma trágica las consecuencias y resultados de las decisiones adultas.
La potencia de la novela para mí se encuentra en la inquietante atmósfera que la autora logra crear: durante la primera parte nos va presentando a los personajes en el exterior, desde las deslumbrantes luces y los oropeles de la superficie social -los conocemos por fuera y observamos como son vistos en su contexto- en la segunda, cuando los Valldaura adquieren la mansión, la luz se va oscureciendo en forma de embudo hasta llegar a la penumbra. Contemplamos durante unos instantes la imagen estática del matrimonio frente al porche con columnas de mármol rosa y junto a ellos nos adentramos en la casa para conocer los entresijos de sus almas y los de su endogámico mundo: la casa es un ser vivo que la autora utiliza para que de forma simbólica y a través de sus transformaciones entendamos el ‘esplendor’ y el declive de toda una clase social con su escala de valores incluida.
No en vano Mercè Rodoreda fue comparada con Virginia Woolf por su capacidad descriptiva y por el simbolismo, así vemos cómo una rata anuncia el fin; cómo una tórtola de garganta pintada se coloca en el alfeizar de la ventana portando el mal agüero de la tragedia; cómo la perla que rueda nos indica la muerte... Si además añadimos la multitud de poderosas imágenes que traslada a los objetos el significado de los sentimientos, para que estos los expliquen -la plata enterrada bajo las basuras; la biblioteca descendiendo al sótano; las joyas cosidas en la ropa interior para que huyan junto a su dueña; la criada enseñoreándose con los suntuosos vestidos de Sofía durante su larga ausencia; el cheque arrugado en el bolsillo del hijo a cambio del amor no recibido…- nos encontramos con una magnífica simbiosis en la que objetos personas y ambiente nos envían y conducen hacia un mismo mensaje.
La novela, a mi juicio, es una novela ideológica y de intenciones, en la que nadie se salva porque lo que se pone en cuestión es una forma de vida ociosa e improductiva y por lo tanto parásita. En ese punto muchos compañeros discreparon, ellos sí redimían a Armanda, el personaje al que Rodoreda le encarga el desenlace: la fiel ama de llaves intenta en vano salvar los restos del naufragio, no para ella sino para sus señores. Creo que es una imagen de servidumbre continuista que se explica por sí misma.
En los coloquios repasamos personaje a personaje, como hacemos siempre, y es lógico que Armanda obtenga el cariño del lector, porque su ausencia de resentimiento y su nobleza comparados con los rasgos egoístas y mezquinos de los otros la hacen más salvable, pero sinceramente pienso que la escritora no deja títere con cabeza y arrasa con todo en un intento de demostrar la caducidad de lo superfluo.
No suelo poner al principio de estas entradas la sinopsis del libro porque lo que quiero entregar no es un atajo, sino la prolongación de los debates del club tras la lectura de las novelas, el contagio. Pero conociendo un poco la biografía de la autora podemos escarbar en su magma para descubrir todo lo que consciente o inconscientemente ha prestado de sí misma a la novela. Mercè Rodoreda fue hija única, su infancia estuvo marcada por la fascinación que sentía hacia su abuelo materno, él fue quien le inculcó el ferviente catalanismo del que siempre hizo gala, con su muerte también murieron las expectativas culturales de la nieta, Mercè tuvo que ponerse a coser para la calle, como se decía entonces. A los 13 años fue prometida a un tío suyo que se había enriquecido en Argentina y la pidió a cambio del apoyo económico a la familia. Para que su enlace fuera posible se solicitó la dispensa al Papa, y a los 20 años Mercè Rodoreda contraía matrimonio con un hombre mayor al que no amaba, con él tuvo un único hijo que más adelante padecería una grave enfermedad mental.
A diferencia de sus personajes, en 1937 Mercè rompe abiertamente su matrimonio y se separa de su marido, pero al igual que las protagonistas de sus novelas, tuvo que sortear muchos prejuicios e imposiciones sociales, porque más adelante se enamoraría de un hombre casado, Armand Obiols, un crítico literario más conocido por el sobrenombre de Joan Prat.
Rodoreda es un ejemplo de superación: a pesar de todas las dificultades y durante ellas, incluido el tiempo en el que estuvo con su marido, estudia hasta llegar a colaborar en diversas publicaciones, y crea sendas novelas que después destruiría por considerarlas trabajos de principiante. De esa época de su vida sólo salva Aloma aunque la reescribirá de punta a cabo. En el inicio de la guerra civil trabaja para el comisariado de propaganda de la Generalitat. Creyendo que el exilio duraría poco deja a su hijo con el padre, pero en París tiene que volver a huir por la llegada del nazismo así que desde Burdeos se traslada a Ginebra y ahí se instala con su compañero sentimental. En esa estancia nace La plaza del diamante.

Tras expresar lo anteriormente escrito, van a resultar extrañas mis objeciones finales, pero os puedo asegurar que no entran en contradicción.
Si consideramos que todas las novelas que el equipo de dirección de la Biblioteca Pública de Guadalajara escoge para los clubes ya llevan garantizado un sello de calidad literaria, daremos por hecho que ninguna va a ser descalificada, pero sí diremos que hay diferentes gustos, sensibilidades y niveles de exigencia. Y en el derecho de hacer mía la experiencia diré que Espejo roto no me ha llenado del todo, y siempre me siento mal cuando me sucede con autores tan estudiados como Mercè Rodoreda, de tanto prestigio personal y literario. Pero la traducción deja mucho que desear, aunque aclaro que no conozco el original, y vuelvo a repetir como en otras ocasiones ya he hecho, que un traductor debería ser escritor, o como mínimo un lector avezado, no hace falta ir a Harvard para evitar soniquetes y repeticiones que el autor jamás pondría en un mismo renglón, como: tenía ganas de beber una bebida -y a continuación- y se bebió el champán, (es un ejemplo aproximado porque no tengo el libro delante, pero hay bastantes frases parecidas), y sé que va a sonar a barbaridad lo que voy a exponer, pero mucha gente confunde las faltas de ortografía con lo que estoy diciendo, una falta de ortografía es absolutamente perdonable, se le pasa el corrector y listo, todas las personas que escriben muchísimo las tienen, son lapsus debidos a la cantidad de veces que transformas o pules una frase, pensando a la vez en la palabra 'desechar' o en la de 'deshacer' se te puede trastocar la h y quedarse tan ancha en 'deshechar' -tal vez sea un poco exagerado, pero así se entiende mejor lo que intento decir- y eso ocurre aunque se conozcan las reglas ortográficas a la perfección, precisamente porque dejas en piloto automático la lectura. Cuando creas, oyes y ves, no lees, eso viene luego. Lo que es imperdonable sin embargo es que con el rico lenguaje que tenemos un traductor le destroce la musicalidad y el ritmo a un relato.
Pero con independencia de la traducción, la novela me ha parecido superficial, un buen documento, eso sí, pero a mí me ha sonado más a los ecos de sociedad de cualquier época con chismorreo incluido que a literatura en sí. Además le faltan huellas y rastros que indiquen lo que va a venir, a veces resuelve de pronto sin haber anunciado, como cuando Sofía le dice a su hijo Ramón que ha estado buscándolo y el lector se pregunta cuándo y cómo. El lenguaje coloquial está bien para los diálogos y la forma de hablar de cada personaje, pero el del narrador omnisciente ha de ser impecable, (ya sabéis que el narrador omnisciente es una herramienta, una entidad dentro de la historia, diferente del escritor –persona física y real- que le crea). E impecable no significa rebuscado ni está reñido con elegir un lenguaje sencillo. En fin, como ya he dicho lo paso mal, pero el club de lectura se creó para el desarrollo personal y literario y está bien que de vez en cuando pasemos la criba aún a riesgo de caer en manías personales y subjetivas. Pero al igual que en música no es lo mismo Mozart que otros, o Eric Clapton que otros, en literatura también ocurre.

Hasta el próximo encuentro en el que habremos leído El enigma, de Josefina Aldecoa. A ver qué tal.

Un abrazo

Pili Zori.

Una de cine: "GRAN TORINO", de Clint Eastwood

AVISO: no sigáis leyendo si aún no habéis visto la película porque desvelaré el desenlace, pero me alegrará mucho que volváis aquí después, gracias.

PEQUEÑA SINOPSIS
Una familia de inmigrantes de origen coreano se muda a la casa que linda con la de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, la paradoja ya está servida, con la llegada de los "amarillos", como él los denomina, afloran los viejos prejuicios: Walt considera bárbaros a todos los orientales y ya no entiende ni su propio mundo ni su descuidado barrio lleno de pandilleros de distintas etnias. Un día sorprende a su vecino adolescente intentando robar su máximo orgullo: el Gran Torino del 72, aunque desconoce bajo qué presión y amenaza estaba siendo obligado el muchacho a cometer el robo que iba a servir como bautizo iniciático. El rifle de Walt, siempre limpio y dispuesto, espanta a los delincuentes que se estaban ensañando con el chico por no haber cumplido. La familia de Thao, en agradecimiento, le colmará de agasajos y de exquisitos regalos culinarios, y obligará al hijo a compensarle pidiéndole que realice trabajos caseros para él, a partir de ese momento Walt Kowalski se empeñará en reformar y fortalecer al chico, mientras sus propios hijos, superficiales e inmaduros, intentan enviar al viejo soldado a una residencia de ancianos.

GRAN TORINO, en mi opinión, es el legado más hermoso y rotundo de Clint Eastwood: La vida corrigiéndose a sí misma, la mejora y limpieza del karma. 
Desmenuzaría cada fotograma, el tono y ritmo clásicos del buen wésterm trasladado a nuestros días (porque intuyo que para Eastwood los códigos éticos y las leyes naturrales siguen alcanzando su máximo esplendor en dicho género) o la sinfonía de la composición tan poética, no en vano la música está creada por Kyle, en este caso, un hijo de Clint Eastwood -casi siempre es el propio Clint quien compone las bandas sonoras- el largometraje culmina con la voz rota y octogenaria del actor al finalizar el filme. Pero me limitaré a hablar de la última parte.
Y es que el sorprendente culmen de esta obra de arte añade un nuevo giro de perfección a la tragedia griega porque Eastwood consigue, con el elemento redentor y expiatorio, la trascendencia.
Vemos como Walt Kowalski, el protagonista, termina de leer los informes médicos, escena que enlazaremos con la del confesionario. El veterano de guerra se confiesa como si cumpliera con un trámite tras toda una vida sin frecuentar la iglesia, aunque recientemente haya compartido disertaciones morales y éticas con el joven sacerdote, el padre Janovich, a raíz de la muerte de la esposa del protagonista. Ella sí acudía al templo y honraba al religioso con su amistad, pero Walt, a Janovich, no le habla de Corea.
Esa confesión la reserva para Thao Lor, su querido adolescente que sediento de venganza, por el terrible daño que ha recibido su hermana en su lugar, le pregunta envuelto en lágrimas que qué se siente al matar, y es a él, a ese joven que está a punto de cruzar al mundo adulto, a quien Kowalski sí responde, (no citaré textualmente, perdonadme, porque la película, reitero, es un poemario construido con música, imágenes y lenguaje de altísima precisión que mi mala memoria va a destrozar), en esencia la respuesta airada que le ha atenazado el alma durante toda una vida dice así:
-“¿Que qué se siente cuando muerto de miedo te das cuenta de que acabas de asesinar a un niño indefenso y encima te condecoran por ello?

 Walt le dará su corazón a Thao y prenderá en el del chico su medalla inmerecida para que el mundo se ponga en orden, y entre ambos quedará la última entrega de su legado, su lección más poderosa: la de presentarse ante los delincuentes de la banda desarmado, y asegurándose de que haya testigos para obtener así la legítima eutanasia y conseguir de paso que la ley los lleve a la cárcel dejando claro de ese modo a Thao su mensaje de paz, ya que podría haber tomado la justicia por su mano pero no ha querido hacerlo y ha preferido inmolarse. Después, para resarcirle por haber tenido la valentía de resistirse a pertenecer a una banda, le deja en su testamento el precioso coche, el Gran Torino, por el que en su lugar pagó tan alto y cobarde precio Sue Lor, su maravillosa hermana golpeada y violada brutalmente, puente entre las dos culturas, lima de asperezas y prejuicios que actúa desde el principio como interprete, enlace lleno de ternura socarrona y comprensión para con los defectos xenófobos de ambos mundos. Ella representa el nuevo. Eastwood construye personajes inolvidables, y los muestra desde dentro hacia fuera.
Nos dice que el máximo aprendizaje puede llegar en el último tramo de la vida que según él siempre está dispuesta a regalar oportunidades que te permitan arreglar tus asuntos pendientes y cerrar los círculos. Entre los fotogramas se intuye el poso de su obra y de toda su existencia en una fusión perfecta sin que la biografía se delate.
El filme se sostiene sobre una declaración de principios, como el del valor de la educación, por ejemplo, que nada tiene que ver con los modales, es algo más profundo que queda perfectamente reflejado en el trato campechano y lleno de cariñosos improperios que mantiene con sus dos amigos, el barbero y el del taller mecánico. Nos habla del aprecio por el trabajo bien hecho. Nos subraya el verdadero afecto bajo la aparente hosquedad. Eastwood elige la economía en las palabras para decir las justas, las estrictamente necesarias, y cómo no, sitúa a la persona por encima de banderas y creencias. Y eleva el canto al nuevo mundo mestizo, pero no sin ley.
Se puede decir más alto, pero no mejor.
Y pensar que cuando era más joven, me refiero a Clint Eastwood, aunque corregiré con el plural, cuando los dos éramos más jóvenes, no le podía ni ver: con ese gesto arrugado y maloliente como si llevase bajo la nariz un excremento, me parecía chulo, machista, retrógrado, facha… no era capaz de comprender la fascinación que ejercía sobre el género masculino aunque me la explicaba por lo fácil: un refrendo de los privilegios y de la errónea creencia de supremacía de los hombres.
Ahora sin embargo coleccionaría todas sus películas a partir de Los Puentes de Madison. Me conmueve tanto su ética y su estética, lo valiente y valeroso que es, su prisa por dejarlo todo dicho, su honradez… que me pondría todos los sombreros que tengo para rendirle pleitesía y reverencias una y otra vez.
Muchas gracias Señor Eastwood porque con usted el cine alcanza su verdadero sentido. 
Hasta el próximo encuentro. 

Pili Zori

"Barrio de Maravillas", de Rosa Chacel

Hemos presentado en el club a Rosa Chacel , -a través de su literatura, se sobreentiende ya que Rosa Chacel murió en 1994-, y nos hemos adentrado en el “Barrio de Maravillas” para acompañar y ver crecer a Elena e Isabel, y ahí estamos mirando a través de sus ojos de estreno la vida de ese tiempo y como lo que en ella acontece impacta en sus conciencias. El próximo miércoles saldremos de la novela por la contraportada y la cerraremos con llave.
La experiencia está siendo plural, con gran variedad de sensaciones y opiniones, algunas incluso antagónicas: a muchos compañeros les está entusiasmando y sin embargo a otros tantos les irrita hasta la exasperación. Pero, como siempre, el encuentro nos ha dado pie a debates cargados de sabiduría y brillantez. Llevamos un cerro de años juntos y sin embargo espero cada miércoles con la ansiosa anticipación de un vampiro sediento porque sé de antemano que al terminar la sesión me iré a casa cargada de sorpresas.

De entrada me apetecía llevar a esta autora al club por su interesante biografía, (aquí en internet hay abundancia de páginas que con rigor y detalle os hablarán de su vida. Pero en este rincón, si me lo permitís, prefiero aprovechar el espacio para transmitir y prolongar las reflexiones que produce la lectura de su obra).
Aunque procuro separar la calidad literaria de los rasgos heroicos de un tiempo de guerra y exilio, cuesta trabajo porque es una aureola hermosa y merecida para toda aquella generación de escritores y artistas de otros gremios que tuvieron que exiliarse, a la que todavía no se le ha pedido perdón y tampoco se le ha dado las gracias, -como nos decía el protagonista de Soldados de Salamina, la magnífica novela de Javier Cercás, aunque en este caso se refería a gente más anónima -. Pero aunque los dolorosos hechos que tuvieron que vivir impregnen de emoción y hondura sus escritos, esculturas, pinturas…, lo justo es que su obra sea valorada sin ese añadido, con la misma escala que se aplica a los autores de tiempo de paz porque con la heroicidad no se puede competir.
Entre dichos artistas se encontraba Timoteo Pérez Rubio, el pintor al que le debemos el lujo de poder contemplar en el Museo del Prado los cuadros de Goya, Velázquez… Pérez Rubio fue el encargado de evacuarlos jugándose la vida. Sin una perra gorda en el bolsillo emprendió el viaje y sin un franco acabó la expedición, mientras su joven esposa huía sola con su hijo de tren en tren y de frontera en frontera esperando el reencuentro. Aquella muchacha que cambió cinceles, martillos y barrenas por palilleros, papel y plumín era Rosa Chacel. Tiempos altruistas en los que siempre había una cama griega, suiza, argentina, mejicana o brasileña dispuesta para albergar a los artistas españoles cuya carrera emergente truncó la guerra civil.

Ultraísta como muchos de los escritores de su generación, Rosa Chacel defendió a ultranza, -perdonad el guiño- una nueva concepción de la novela. Influida por las teorías de Sigmund Freud, coincidente en las intenciones literarias con Marcel Proust y seguidora de las ideas de Ortega y Gasset intentó abrir un camino nuevo apartándose de la novela realista para mostrarnos la conciencia del personaje, y para conseguirlo restó importancia a las descripciones físicas y sentimentales porque su trabajo era de introspección, búsqueda y exploración. Ella pretende la biografía de las ideas a través de la memoria, que nada tiene que ver con la nostalgia, trabaja con los recuerdos y la confesión, de ese modo el pasado y el presente se unen en un solo tiempo interior y los detalles descriptivos se sustituyen por las impresiones. La novela se sigue a través de los pensamientos no de los hechos, es el lector el que añade o mejor dicho deduce lo que falta, el que dibuja los lugares, hila los acontecimientos y se coloca en el tiempo cronológico. Creo que era la primera vez que esta disciplina se aplicaba a la novela, en un tiempo en el que se creía que todo era factible de cambio y transformación a través de las ideas, tiempo de fe en los precursores.
Aun a riesgo de pegar un enorme e inculto patinazo me choca no verla en las listas de autores de la generación del 27, nació en el 98, por tanto… Siempre me duelen los ‘ninguneos’ sobre todo cuando para más inri se hacen sin intención, pero desde la indiferencia y el privilegio masculino más absolutos, ahí tenéis a Maria Teresa León que a pesar de su amplísima obra no es recordada por sí misma sino como la mujer de Alberti, en fin… Me imagino a Rosa Chacel en el Ateneo de Madrid o en el café Granja del Henar junto a otros intelectuales de la época siendo respetada y valorada como uno más, intelectuales hombres que ahora soy yo la que ninguneo a propósito porque sería paradójico que al leer sus nombres se produjera el efecto contrario al que pretendo y la dejara como un satélite que para brillar necesita la luz de los astros. No sé quien tiene la culpa, esa culpa abstracta que nunca se puede concretar porque se diluye en colectivo, pero ella tuvo luz propia tan reluciente como la que descubre Isabel, la pequeña protagonista de “Barrio de Maravillas” al entrar por vez primera en el Museo del Prado y comprender que la luz es la que da forma y volumen a la vida.

Todas las alabanzas anteriormente escritas fueron consideradas en el club y recibieron el valor que tienen en su justa medida: un valor enorme pero externo al de la novela en sí. Recalco externo para que se entienda que no voy a entrar en contradicción si digo que me encuentro entre los compañeros a los que el libro no les está gustando. Cuando eso sucede en el club se sufre, porque se hace más costoso el compromiso de acabarla y durante un mes, más o menos, -ya sabéis que depende de las páginas, leemos cien semanales-, no se disfruta con la lectura en solitario aunque sí se haga en los coloquios. Lo cierto es que los que no estábamos a gusto leyéndola buscábamos con avidez las opiniones positivas para obtener el contagio, y fue providencial la aportación de Sole cuando dijo: He leído en algunos prólogos que la autora estructuró la novela a través de los sentidos, de ahí la música para el oído, la pintura para los ojos, las agujas de ganchillo lamidas para el gusto, la coleta y otros detalles para el tacto, el olor a miedo para el olfato… Hasta su intervención, el club se había llenado de quejas: No sabemos quién habla… Si la narración va o viene. Tampoco es relevante lo que ocurre. El lenguaje es rebuscado. No hay que confundir simpleza con sencillez. No es que busquemos lo simple, es que por difícil y compleja que sea una historia se puede y se debe contar con sencillez…
Otras voces generosas se fueron agarrando a los párrafos o pasajes más filosóficos para sacarles rendimiento. Compartieron subrayados… hasta que finalmente algunos compañeros hicieron su declaración de principios como lectores avezados y se concedieron el derecho de devolver el libro sin terminarlo, otros como es natural opinaron lo contrario. Llegados a este punto me pareció adecuado encajar la pregunta que surge del libro y que la propia autora nos plantea: ¿Qué buscamos en el arte? ¿para qué creéis que nos sirve, tanto a artistas como a espectadores?, ¿qué completamos, perfeccionamos o conseguimos con él? Un compañero nos remitió de nuevo a la novela y desde el Museo del Prado el personaje nos dio la respuesta:

”Todo esto se ha hecho por amor.”

No importa si conseguimos o no la empatía con todas las novelas que abrimos, lo que importa es, que todas ellos son regalos.
Hasta el próximo encuentro queridos amigos.Pili Zori

Sobre los certámenes literarios

Nunca me decido a expresar mi opinión sobre los concursos literarios nacionales por temor a que esta pueda ser juzgada como un ataque de resentimiento, pero hoy lo voy a hacer porque sé que mi pataleta le da voz a muchos escritores desconocidos que también callan por el mismo pudor y las mismas razones. Naturalmente no me refiero a los honrados certámenes que convocan las Diputaciones de muchas de nuestras provincias, sino a los que te sacan del anonimato y te consolidan en el oficio además de proporcionarte un buen espaldarazo económico que te haga olvidar el gasto de tóner y el destrozo arbóreo que se produce con el millón de fotocopias y encuadernaciones en espiral que te piden, cinco ejemplares, hala… multiplica por 250 páginas, sin contar con los gastos de correo. No sé yo si las hermanas Bronté podrían publicar en nuestro informatizadísimo 2009, eran muy pobres, las pobres.

Resulta como mínimo curioso que durante dos largas décadas no se haya producido el relevo y que se siga considerando generación joven a escritores que rondan la cincuentena. ¿Cuál es la apuesta? Literaria no, desde luego. No estaría de más reflexionar sobre ello.
Como se suele decir, el periodismo es el arte de lo concreto, y la literatura el de lo ambiguo, salvo raras y maravillosas excepciones no es corriente que en una misma persona se den ambos registros. Entonces ¿por qué es tan frecuente que los premios literarios los acaparen periodistas?, ¿qué criterios siguen los que tendrían en su mano el mecenazgo y el orgullo de dar a conocer la literatura de su tiempo?, ¿cuál va a ser su legado?, ¿a quién habrá que pedir responsabilidades de lo que quede?

Al lector apasionado le importan poco los oráculos semanales de las columnas periodísticas, y mucho menos el ranking en metros cuadrados de las grandes superficies, al lector apasionado le gusta más indagar por sí mismo, rescatar, descubrir… y sólo presta oído a otros lectores tras la consumación compartida de de su mismo “vicio”. Al lector apasionado se la repampinfla estar en la onda para darse el barniz porque sabe que la cultura es un caudal al que te puedes incorporar por el principio, por el medio o por el final, en el que puedes nadar a lo ancho o a lo largo, deslizarte en la superficie o bucear, porque el lector apasionado sabe que el caudaloso río siempre, siempre terminará desembocando en el mar, así que sobran métodos, cánones, élites o populismos. Un libro es lo más democrático del mundo, lo puede leer un rey pero también un mendigo.

El lector apasionado en su lista de la compra tachará el solomillo, se comerá un bocata y arrasará con lo que sobra en la Cuesta de Moyano o similares para sentarse en el banco de enfrente y zamparse cien páginas mientras el resto del mundo sestea abducido por su televisor. ¿Puede alguien explicarme entonces qué relación tiene ser visto en la pequeña pantalla con la creación literaria?¿acaso salen todos los televidentes corriendo bajo efecto hipnótico a comprarse el libro de las Quintanas o las Campos del mundo de la comunicación audiovisual. La industria haría bien en preguntar a los profesionales de las bibliotecas públicas qué libros se les quedan muertos de risa en los estantes y cuáles son los más demandados. El lector avezado busca al mismo novelista cuando ya ha leído algo suyo, por tanto le acaba de conocer. ¿Podría seguir aclarándome alguien en qué se fundamenta el miedo del editor al desconocido? Preséntaselo a los lectores y verás como él solito se lanza. Además le pese a quien le pese el lector suele recordar la novela que le ha gustado siempre, le cuesta algún tiempo asociarla con su autor y eso sí que lo digo con conocimiento de causa, no en vano coordino un club de lectura, es la primera lección de humildad que un escritor ha de aprender: que está al servicio de su obra y no al revés. Mal asunto amigo editor si le impones tus criterios al cliente.

Claro que lloro por la herida, ¿y qué…? Por una herida doble: como lectora empedernida y como escritora desconocida que no tiene acceso a las agentes literarias que en su marasmo idólatra confunden a sus pupilos con las estrellas del rock y se dedican a contabilizar bolos como posesas despreciando lectores, -pero ya se sabe que los actos en bibliotecas públicas son gratis y se devalúa el caché.
No, hoy no me callo porque aún no me he recuperado del último tufo, casualmente la periodista ganadora de la novela histórica hace algún tiempo salía en la tele, el feminismo me impide tildarla de “señora de”, ella no tiene la culpa de que los que han escogido su novela consideren ingrediente imprescindible de la estructura a su partenaire y por supuesto, cómo no se iba a considerar el relevante detalle de que ella haya nacido en la comunidad de la editorial que patrocina el premio aunque el dinero provenga del sur, - que el chauvinismo está por encima de la vocación de estilo, de la renovación formal, del compromiso histórico y cultural y sobre todo de la deontología, faltaría más-. Un amigo mío dice que si no eres nadie es que eres de algún sitio.

- ¿Deonqué?

Leeré tu novela, claro que sí, y puede que sea buena, ¿por qué no vas a ser tú una de esas escasas artistas que maneja el arte de lo ambiguo que es la literatura y también el de lo concreto que es el periodismo?, pero lo haré cuando se pase la vaharada de hedor connivente que han anillado a su alrededor porque al final siempre quedará la obra y no el autor, que como ya he escrito antes no hay que confundir los protagonismos.

Con respecto a la novela histórica me gustaría decir que el novelista no ha de ser valorado por su erudición, para eso están los historiadores de los que se nutre, a mi parecer la novela histórica no existe porque o ninguna lo es o todas lo son, lo que hablamos hoy mañana será historia, otra cosa es que los libros haya que clasificarlos de algún modo para facilitar el camino al usuario o comprador, pero ese detalle es asunto de la editorial, de la librería o de la biblioteca. Lo que intento decir es que al autor ha de valorársele por la creatividad, por levantar un mundo en la ficción, da igual si lo coloca en el siglo XIII o en el XXIII, - necesitará saber, eso sí, lo que en la época se comía, como se vestía, la corriente o corrientes de pensamiento que había , su política, su economía…,- pero el conocimiento de esos datos sólo le sirve para ambientar, para crear la atmósfera…, al lector le importa un bledo si el escritor posee dichos conocimientos o ha necesitado buscarlos, lo que quiere es entrar en la novela y creérsela aunque los elefantes vuelen, y ese edificio no se construye con currículo, por mucho que te hayas doctorado en la Sorbona, sino con lenguaje, con ritmo, con música interna, con sus espejos, sus simetrías, enfoques, intenciones… Ese edificio se levanta dando vida a personas que no existen, dibujándoles los rasgos físicos y anímicos, concediéndoles personalidad, conducta, reacciones, evolución, involución… Incluso cuando usamos biografía (seres humanos que existieron o existen en la realidad) estamos convirtiéndolos en personajes porque nadie estuvo o está en su interior para saber lo que sienten o sentían.

¿Que por qué especifico todo esto? Pues porque estamos hablando de arte, y no todo lo que lleva tapas y formato de libro lo es. Igual que unos nacen con los ojos negros, marrones, azules o verdes, con capacidad para las matemáticas, los negocios o la arquitectura… otros tenemos en nuestra estructura interna esa parte imaginativa que te hace saber a qué huelen los personajes que inventas, de qué colores son los paisajes por donde los pones a caminar y lo que siente el protagonista al clavarle un puñal al antagónico entre las costillas y el diafragma. Seguramente es lo único que sabemos hacer y lo único que tenemos para ofrecer. Pues vamos a solicitar, a dejar un espacio libre al menos, para poder exponer y exponernos, tal vez sea tan sólo una cuestión de sillas, no quiero tildar de advenedizo a nadie, –y utilizo la palabra en su estricto sentido: advenedizo es el que ocupa un lugar que no le corresponde-, porque hay sitio para todos, pero por favor, que el responsable de emitir el dictamen sienta la trascendencia de su cometido y entregue su reputación en ello.

Tan sólo me lamento del cierre de puertas y de oportunidades, porque los concursos literarios deberían reservarse en exclusiva para los sin nombre, los que ya lo tienen gozan de su cómodo lugar en las editoriales y optan a premios de prestigio sin necesidad de presentarse porque ya son llamados y también son escogidos.

La literatura no entiende de élites, pero tampoco de populismos. A la literatura te acercas tú, no ella a ti, no rebaja planteamientos para ser cercana, ni tampoco los eleva para estimularte, la literatura tan sólo es arte.
Ahora comprendo por qué el coordinador del premio literario que concede la Diputación de Guadalajara hace tanto hincapié en la honestidad del mismo, pero claro la dotación es ínfima comparada con la del certamen del que he hablado y no he nombrado. Al menos aquí nos queda la honra y el disfrute de descubrir a nuevos talentos nacionales y extranjeros, y doy fe de que lo hacemos cada año.

Pili Zori

"La ciudad de los prodigios", de EDUARDO MENDOZA

Hemos estado un mes paseando por Barcelona, -literariamente, se entiende, aunque una compañera de club, que en la actualidad reside en Segovia, siempre decía que leer es viajar gratis-, y además nos hemos trasladado en el tiempo a una época mágica: la que comienza en la exposición universal de 1888, y allí hemos permanecido durante 41 años sin querer volver a casa, hasta llegar a la siguiente exposición de 1929 en la que ya se nos ha cerrado el libro y no nos ha quedado otro remedio que regresar.

"La ciudad de los prodigios" no es una novela histórica al uso como ya nos advierte el propio autor, sino la memoria colectiva de una generación de barceloneses y de un tiempo irrepetibles. Tiempo de transición: el del paso de las velas a la luz eléctrica, de la quietud al movimiento...
La narración nos habla del comienzo de esa época en la que la medida de los días la marcaba la propia naturaleza y el clima, todo cambió de golpe y entonces el horario lo marcó la fábrica… ¡Llega la industria, el progreso, el modernismo, la transformación, la lucha de clases… la fe en los inventos, el ansia de prodigios!

Onofre Bouvila dará un portazo a su mundo rural tras la decepción y vergüenza que siente por su padre que vuelve de Cuba arruinado.
El punto de inflexión se producirá en Basora, el padre se acercará a saludar a los comensales de una mesa contigua en el mismo restaurante al que ha llevado a comer a su hijo y este verá como esos hombres de alcurnia se burlan de su progenitor a su espalda, el autor no nos dice lo que siente el protagonista, sólo nos muestra el hecho, y el lector deduce y elige.
Onofre Bouvila será el hilo conductor de este relato, él nos llevará de la mano durante todo el trayecto de su periplo vital. Quienes le acompañamos tampoco sabemos si su maldad nace o se hace, por tanto entramos al juego para especular con las motivaciones.
Mientras esa evolución se va produciendo el gran logro de Eduardo Mendoza es conseguir que veamos la fina línea que separa lo lícito del lumpen. Al principio casi estás del lado de Onofre, completamente de su parte, ves que tiene rasgos de muchacho valiente y emprendedor, arte y olfato para el negocio, y sana ambición, hasta que de pronto caes en la cuenta de que a ti también te ha camelado porque en realidad es frío, manipulador y arribista. Como dice la contraportada del libro: “Un escalador social nato.”
Los lectores tenemos tendencia a redimir y siempre buscamos fisuras por las que salvar al personaje, pero se debe a que contamos con la empatía, esa capacidad que poseemos las personas de participar afectivamente en la realidad del otro, Onofre Bouvila carece de sentimientos, al menos a esa rotunda conclusión se llega cuando tras muchos años de ausencia vemos como vuelve a su casa del pueblo para hipotecarla pasándose por el arco del triunfo a sus padres.
Si hasta ese momento el lector albergaba dudas de si el protagonista había puesto tierra en medio para romper con su pasado, y esperanzas de que, tal vez, se había desarraigado a propósito para resarcir en su propia persona a su padre logrando lo que él no consiguió: hacerse rico para volver a él y colocar la fortuna a sus pies, viendo su comportamiento durante todo ese pasaje se desengaña de golpe y comprende la magnitud de su maldad.
Como en el club no nos caben en la cabeza seres de ese calibre, -detalle que dice mucho en favor de mis compañeras-, utilizamos bastante tiempo de la primera sesión, (hasta el capítulo cuatro exactamente), en dilucidar sobre si esa conducta era inevitable en algunos individuos y consecuencia, por tanto, de enfermedad mental, porque en ese caso el juicio cambiaba, y derivamos incluso hacia considerar si la avaricia y la envidia podrían ser también trastornos mentales. Unas compañeras zanjaron en maldad y otras dejaron esa ventana abierta al futuro neurológico.
En capítulos posteriores contemplamos la ascensión social de Onofre Bouvila urdida ya en mafia, y ahí apreciamos otro gran acierto de Eduardo Mendoza: su capacidad de análisis sociológico para tirar de la manta y de ese modo mostrarnos la podredumbre que hay debajo y que sustenta a muchos hombres de pro –dicho sea con toda la ironía- y sobre todo el gran logro yo lo encuentro en la dureza implícita de su pregunta: ¿Quién es más culpable el que corrompe o el que se deja corromper? De hecho el protagonista nos dirá en su defensa: “-Yo soy malo, pero el mundo es peor que yo.” Ahí creo que está situado el corazón de la novela, su núcleo de intenciones, su enfoque pesimista, su mirada de tristeza hacia el hombre, siempre más efímero que su ambición, pero de alegría hacia la obra que le sobrevive y que no guarda memoria de su pequeñez.

Asistimos a la venganza de la propia vida: Onofre Bouvila consiguió una de las fortunas más grandes del mundo, pero siempre fue considerado un advenedizo en los círculos sociales de aristocracia y alta burguesía a los que siempre quiso pertenecer y en los que su dinero fue bien recibido, sin ascos, pero no así su persona. El único toque de ternura que yo sentí hacia él se produjo al verle empeñado en reconstruir fidedignamente una antigua mansión que una vez terminada daba frío a su familia porque parecía un mausoleo: los frutos de Onofre Bouvila nacían muertos.
En el club nos preguntamos si Onofre Bouvila encubría en la ficción a alguien que existió en la realidad. Con la duda nos quedamos.

En la rueda de conclusiones mis compañeras brillaron especialmente. Intentaré al menos transmitir algunas de sus opiniones aunque lo que más me ilusionaría es que se atreviesen a dar el salto y ellas mismas las compartieran en la red (a cierta edad, Internet nos da calambre, una lástima, es un tren veloz y da vértigo cogerlo en marcha cuando la mayoría de los familiares subieron a los vagones en la estación, en fin, por el momento habréis de conformaros con esta mala portavoz).

-Leer esta novela es como abrir el periódico de ayer. -Dijo una compañera refiriéndose en concreto a lo que narra sobre la especulación del suelo y los chanchullos de la construcción-, es exacto a lo que nos está ocurriendo ahora, -prosiguió- y las soluciones que se dieron entonces a la crisis son las mismas que se buscan hoy: invertir en obras públicas. Todo es cíclico…
Nos quedamos pensativas ante su reflexión y las de otras que también coincidían, durante unos instantes nos embargó un pensamiento pesimista que nos dejaba sin saber si podemos transformar el mundo o éste va a su bola. De ese pensamiento nos sacó otra opinión:
-La mujer es la que en este tiempo se ha transformado, ese ha sido el gran cambio. -De inmediato nos dibujó esa sonrisa cuyo contenido común fue el de: no todo se repite, no todo sigue igual.
También se expresaron pequeñas objeciones al libro. Conocíamos la literatura de Eduardo Mendoza a través de su registro de humor en “El misterio de la cripta embrujada”, que leímos en común hace años y que nos dejó un grato sabor, quizá por ello a algunas de nosotras, en La ciudad de los prodigios, nos parecieron descontextualizadas escenas de toque cómico que dentro de un texto más dramático quedaban, tal vez, exageradas. De inmediato hubo pareceres contrarios: a ellas esos toques anecdóticos no sólo no las sacaban de la trama sino que gracias a dichos toques la recordaban y entendían mejor.
Para las amantes de la historia se echaba de menos un desarrollo mayor de los datos históricos, la novela había encantado de principio a fin aunque en ese terreno el autor trazase a brocha gorda –así dijeron.
A unas les sobraron páginas y a otras no. Les gustaba que tocase tantos temas, -el anarquismo, la revolución, el mundo rural y el urbano, las logias, la mafia, el cine… Rasputín, Sissí emperatriz, Matahari…- no sólo para situar cronológicamente a los personajes de la época y crear la atmósfera, al contrario que las compañeras anteriormente citadas creían que el autor había dado las pinceladas justas, y que decía lo necesario de cada personaje relevante.
En cuanto a los sentimientos que producía el libro otra de nosotras compartió que al principio habría asesinado a Efrén y a Onofre. Nos reímos, como es lógico, por la paradoja, puesto que los habría matado por asesinos.
También se dijo:
-El libro me ha dado cultura pero no me ha conmovido ni involucrado, ni he querido matar, ni salvar al protagonista…
Con esta muestra terminamos hoy, no quedan reflejados todos los comentarios porque tendría que extenderme, pero procuro ser ecuánime en cada ocasión y por eso escojo al azar.

En cualquier caso todas las reacciones que he plasmado ocurren cuando el libro gusta y en el afán de hacerlo tuyo tratas de quitarle o ponerle detalles, pero no en un sentido crítico, al menos en este caso, sino de ese otro modo más afectuoso en el que le dices a una amiga: “¿Y si pusieras el cuadro más a la derecha, o una colcha roja allí...?”, la amiga, escucha atentamente (lo de atentamente lo digo en sus dos acepciones) y luego dice: “No, a mí me gusta más como yo lo he colocado.” Con esta simpleza quiero decir que no estamos hablando de fondo, ni siquiera de forma, estamos apropiándonos de la novela, que como es sabido una vez terminada es mitad de quien la lee y mitad de quien la escribe.
El escritor toma sus decisiones y no las nuestras.

Eduardo Mendoza es un novelista de indiscutible talento y genialidad, (no suelen ir juntos ambos dones, pero a él le agradeceremos por siempre el abuso), cosecha los mejores premios nacionales e internacionales, como el de La crítica, El ciudad de Barcelona, Premio al mejor libro del año en Francia, finalista del Grinzane Cavour en Italia… y un largo etcétera. Perdonad que elimine hoy su currículo ya que tenéis acceso y mucha información, en cuanto escribáis su nombre, aquí mismo en Internet. No quiero prolongar más el encuentro para que permanezcan las ganas de leerla en quienes aún no lo han hecho y las de añadir más impresiones para seguir paladeando en quienes ya la han leído.
Gracias Sr. Mendoza por los buenos ratos.
Hasta la próxima cita en la que habremos disfrutado y debatido “Muerte en la Fenice” de Donna Leon.
Un abrazo
Pili Zori

Homenaje a FERNANDO BORLAN

(Click en la foto para ver a tamaño normal)

Hace ya un año que Fernando Borlán no está físicamente entre nosotros, es una obviedad decir que su obra y su recuerdo sí, que permanecerán para siempre, entre otras cosas porque su huella se te queda cincelada, o mejor dicho tatuada, -él era muy de piel- en el corazón y en el pensamiento.
Aunque nunca la vimos, este año también volaremos desde el club hasta su preciosa bodega de Galleguillos, -ese cálido refugio, que de inmediato ofrecía en cuanto notaba que le brotaba el cariño-, y brindaremos de nuevo con vino dulce y bollos caseros, para que entre el paréntesis de sus muros resuenen con voz femenina los versos de su último libro, el que por derecho más nos pertenece.
Al final, tras la ovación larga y cerrada la suya se escuchará en lo alto para pronunciar con gratitud de declamación inimitable, esa expresión posesiva e individual que a cada una de nosotras nos convertía en únicas y especiales:
¡Oh! Amiga mía

Siempre he imaginado esa bodega como el retrato anímico fiel de su interior, hermoso lugar que su esposa, a la que tampoco tuvimos la suerte de conocer, decoró y cuidó con mimo de anfitriona experta y mejor intérprete sabiendo que el alma de Fernando era una enorme pensión de amigos singulares que en singular llegaban y que sólo en ese acogedor recipiente se convertían en plurales.
Con nosotras fue feliz, y lo digo a boca llena, tan llena como cuando él sustituyó el café por chocolate caliente y nos poníamos ciegos de bizcochos en el Manhatan todos los miércoles por la tarde tras celebrar las sesiones de nuestro club en el salón de actos de la Biblioteca Pública de Guadalajara

¡Oh! Amigo mío,
amigo nuestro,
sonrisa de bizcocho con bigote de chocolate.
¡Cuánto te echamos de menos!

El día 20 de enero a las 19h 30’ la Fundación Club Siglo Futuro inaugurará en su sede un espacio, en la biblioteca de poesía española dedicado a Fernando Borlán, ese rincón estará presidido por el retrato al óleo que podéis ver aquí del pintor Sergio del Amo; en ese merecido escaparate descansarán sus libros y efectos personales que su hija Lídia ha donado: su sombrero, sus gafas, su pipa, su taza de café, las servilletas de papel en las que escribía poemas a vuela pluma… Obras de juventud, publicadas unas, otras inéditas… Resultará un lugar magnético, entrañable y significativo que transmitirá esa corriente de afectividad, (así denominaba él a nuestro club de literatura: Un lugar en el que cada miércoles se establece una extraordinaria corriente de afectividad). Ese remanso tendrá el imán que siempre provocó su delgada figura bohemia rodeada de alumnos estigmatizados por su causa y de por vida con su misma esclavitud: la búsqueda de la belleza.
Él, que habitaba en la patria de la palabra y de los libros más que en la tierra, fue el único ser mágico que he conocido capaz de borrar esa frontera. Cuando se fue tuve el espejismo o la certeza de que sus pies recorrían un sendero de grafías empinadas que se perdía en el mar.
A las ocho y al ladito, en la sala Tragaluz, en el Teatro Buero Vallejo (D. Antonio, el Señor Buero, amigo personal de Fernando) se le brindará un homenaje.
El sábado pasado asistí al ensayo, Carlos Alba, su gran amigo y biógrafo, había preparado un guión magnífico con poemas, música e imágenes en simbiosis, sólo cuando ves la trastienda de un oficio valoras el trabajo enorme de ritmo y simetría que lleva debajo.
Siempre que me hacen el honor de dejarme participar en algo suyo tengo la sensación de estar frente a su calendario vital, sus amigos marcan épocas, como las de Picasso, todos los que vi el pasado sábado me parecieron azules: actores, actrices, bardos, rapsodas…
La timidez a mi edad es imperdonable y siempre hace que los ojos se me cieguen y que el corazón se me ponga borde y contable y que no encuentre la silla que con cariño se me reserva hasta que pasado un ratito la vista se me ‘desnubla’ y encuentro mi sitio: el dignísimo lugar de la prosa en el que él me colocó casi a empujones.

Soy escritora

Cuando ya empezaba a estar más pachucho, una mañana le llevé para que se entretuviera relatos míos antiguos y una novela corta que acababa de terminar, “Sin dioses que nos miren” la titulé, corresponde a un verso de un poema de León Felipe.
En los relatos escribió poesías por detrás, <<para estar más unidos >> me dijo, tengo que pedírselos a su hija, y “Sin dioses que nos miren” le gustó mucho. Cuando volví a verle, tras muchas lecturas telefónicas de ambos, me entregó este poema suyo manuscrito con letra de pulso dolorido, -que nadie se atreva a pensar que me aprovecho y presumo porque le tiro el guante-. Os lo voy a regalar porque es mío, y con él era inevitable no hacer alarde de propiedad, porque tenía ese don, ese halo de popularidad que te despertaba la envidia y te hacía codiciarlo en exclusiva aunque te aguantases.


"Sin dioses que nos miren, Pilar Zori"
¡Cómo resuena el grito!de verme siempre expuesto a una mirada
¿Dónde podemos ir amiga mía?
¿a qué rincón del alma o del cerebro?
Todo va a ser inútil
Tu mirada estará / siempre con mi silencio
¡Oh mirada fatal de estos dioses crueles!
Que nos dejen en paz. Que no nos miren
¿Para qué este dolor inconsecuente?
Este dolor oculto que nos quema
Mirándole a los ojos sólo vemos el fuego
-Ese fuego que abrasa- que nos hace ser tiempo
los dioses que nos miran Pilar Zori
¿no seremos nosotros?
Por eso la blasfemia, nuestro grito de rabia
Por el hecho fatal de ser humanos


FERNANDO BORLÁN


Hasta mañana, nos vemos a las ocho de la tarde en la sala Tragaluz
Un beso
Pili Zori

P.D. En los comentarios aparece un poema anónimo dedicado a F. Borlán. "Muérete muerte" No creo que hoy se enfade porque desvele la autoría: es de Luis Fernando Delgado, que también le quería.