"Espejo roto", de Mercè Rodoreda

A veces sucede en el club que el libro que acabamos de leer, en nuestro interior no se cierra, y entonces el nuevo queda bajo su estela. Con algunas novelas necesitaríamos un tiempo de reposo para el sedimento anímico, y eso es lo que me sucedió tras leer con mis compañeros y por segunda vez Tokio Blues.
Desde hace ya algún tiempo me resulta imposible realizar una lectura previa, solicito a la Biblioteca Pública de Guadalajara unos cuantos títulos del depósito de ejemplares múltiples -ya que hay muchos clubes y puede dar la casualidad de que el que pido esté prestado- y comienzo a leerlo a la vez que mis compañeros. En otras épocas probaba y adelantaba lecturas durante el verano.
Espejo roto, una vez leído, ha gustado mucho, aunque como ya sabéis cada semana ponemos en común cien páginas, y en las dos primeras sesiones hubo diversidad de criterios: excesivamente descriptivo- decían unos- otros se quejaron de sus compartimentos y de la sensación de novela por entregas heredada del XIX…, pero una vez que llegamos al final en el debate de la última sesión y con la visión global de la lectura completa sintieron su unidad y como encajaban todas las piezas.
Los debates como siempre fueron apasionados, los hechos iban y venían trasladándose desde el universo de la novela al de la “realidad”, mis compañeros buscaban equivalencias y también diferencias. Les gustó el retrato fidedigno de ese tiempo que comienza a principios del siglo XX y que llega hasta la guerra civil española, y se analizó en profundidad la forma de vida de la alta burguesía barcelonesa de entonces, clase dominante que imponía sus valores y encubría bajo insondables capas de hipocresía sus “deslices” anteponiendo el status a los sentimientos. De inmediato enlazamos con otras novelas leídas en club, que quedaron reseñadas en este blog y que podéis buscar si os apetece, como Los niños, de Edith Warton, y La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Comparamos a Teresa Goday, de Espejo roto, con Onofre Bouvila, de La ciudad de los prodigios, por la similitud de sus conductas arribistas -ambos son escaladores sociales natos sin muchos escrúpulos- y quisimos subrayar la semejanza para no caer en la tentación de dar un tratamiento distinto a Teresa por ser mujer, alegando la supervivencia como eximente.
Las novelas de Mercè Rodoreda siempre son narradas en torno a un personaje femenino de forma autobiográfica, como el de Colometa en La plaza del diamante. Para Espejo roto –libro escrito por la autora en la madurez- cambió de estilo y construyó un relato coral que está contado bajo puntos de vista muy distintos, y optó por los compartimentos para que el lector encontrase, dentro del mismo universo, los distintos mundos que habitan en él, así vemos el “arriba y abajo” de señores y criados, y el complejo y singular espacio de los niños en el que confluirán sin remedio y de forma trágica las consecuencias y resultados de las decisiones adultas.
La potencia de la novela para mí se encuentra en la inquietante atmósfera que la autora logra crear: durante la primera parte nos va presentando a los personajes en el exterior, desde las deslumbrantes luces y los oropeles de la superficie social -los conocemos por fuera y observamos como son vistos en su contexto- en la segunda, cuando los Valldaura adquieren la mansión, la luz se va oscureciendo en forma de embudo hasta llegar a la penumbra. Contemplamos durante unos instantes la imagen estática del matrimonio frente al porche con columnas de mármol rosa y junto a ellos nos adentramos en la casa para conocer los entresijos de sus almas y los de su endogámico mundo: la casa es un ser vivo que la autora utiliza para que de forma simbólica y a través de sus transformaciones entendamos el ‘esplendor’ y el declive de toda una clase social con su escala de valores incluida.
No en vano Mercè Rodoreda fue comparada con Virginia Woolf por su capacidad descriptiva y por el simbolismo, así vemos cómo una rata anuncia el fin; cómo una tórtola de garganta pintada se coloca en el alfeizar de la ventana portando el mal agüero de la tragedia; cómo la perla que rueda nos indica la muerte... Si además añadimos la multitud de poderosas imágenes que traslada a los objetos el significado de los sentimientos, para que estos los expliquen -la plata enterrada bajo las basuras; la biblioteca descendiendo al sótano; las joyas cosidas en la ropa interior para que huyan junto a su dueña; la criada enseñoreándose con los suntuosos vestidos de Sofía durante su larga ausencia; el cheque arrugado en el bolsillo del hijo a cambio del amor no recibido…- nos encontramos con una magnífica simbiosis en la que objetos personas y ambiente nos envían y conducen hacia un mismo mensaje.
La novela, a mi juicio, es una novela ideológica y de intenciones, en la que nadie se salva porque lo que se pone en cuestión es una forma de vida ociosa e improductiva y por lo tanto parásita. En ese punto muchos compañeros discreparon, ellos sí redimían a Armanda, el personaje al que Rodoreda le encarga el desenlace: la fiel ama de llaves intenta en vano salvar los restos del naufragio, no para ella sino para sus señores. Creo que es una imagen de servidumbre continuista que se explica por sí misma.
En los coloquios repasamos personaje a personaje, como hacemos siempre, y es lógico que Armanda obtenga el cariño del lector, porque su ausencia de resentimiento y su nobleza comparados con los rasgos egoístas y mezquinos de los otros la hacen más salvable, pero sinceramente pienso que la escritora no deja títere con cabeza y arrasa con todo en un intento de demostrar la caducidad de lo superfluo.
No suelo poner al principio de estas entradas la sinopsis del libro porque lo que quiero entregar no es un atajo, sino la prolongación de los debates del club tras la lectura de las novelas, el contagio. Pero conociendo un poco la biografía de la autora podemos escarbar en su magma para descubrir todo lo que consciente o inconscientemente ha prestado de sí misma a la novela. Mercè Rodoreda fue hija única, su infancia estuvo marcada por la fascinación que sentía hacia su abuelo materno, él fue quien le inculcó el ferviente catalanismo del que siempre hizo gala, con su muerte también murieron las expectativas culturales de la nieta, Mercè tuvo que ponerse a coser para la calle, como se decía entonces. A los 13 años fue prometida a un tío suyo que se había enriquecido en Argentina y la pidió a cambio del apoyo económico a la familia. Para que su enlace fuera posible se solicitó la dispensa al Papa, y a los 20 años Mercè Rodoreda contraía matrimonio con un hombre mayor al que no amaba, con él tuvo un único hijo que más adelante padecería una grave enfermedad mental.
A diferencia de sus personajes, en 1937 Mercè rompe abiertamente su matrimonio y se separa de su marido, pero al igual que las protagonistas de sus novelas, tuvo que sortear muchos prejuicios e imposiciones sociales, porque más adelante se enamoraría de un hombre casado, Armand Obiols, un crítico literario más conocido por el sobrenombre de Joan Prat.
Rodoreda es un ejemplo de superación: a pesar de todas las dificultades y durante ellas, incluido el tiempo en el que estuvo con su marido, estudia hasta llegar a colaborar en diversas publicaciones, y crea sendas novelas que después destruiría por considerarlas trabajos de principiante. De esa época de su vida sólo salva Aloma aunque la reescribirá de punta a cabo. En el inicio de la guerra civil trabaja para el comisariado de propaganda de la Generalitat. Creyendo que el exilio duraría poco deja a su hijo con el padre, pero en París tiene que volver a huir por la llegada del nazismo así que desde Burdeos se traslada a Ginebra y ahí se instala con su compañero sentimental. En esa estancia nace La plaza del diamante.

Tras expresar lo anteriormente escrito, van a resultar extrañas mis objeciones finales, pero os puedo asegurar que no entran en contradicción.
Si consideramos que todas las novelas que el equipo de dirección de la Biblioteca Pública de Guadalajara escoge para los clubes ya llevan garantizado un sello de calidad literaria, daremos por hecho que ninguna va a ser descalificada, pero sí diremos que hay diferentes gustos, sensibilidades y niveles de exigencia. Y en el derecho de hacer mía la experiencia diré que Espejo roto no me ha llenado del todo, y siempre me siento mal cuando me sucede con autores tan estudiados como Mercè Rodoreda, de tanto prestigio personal y literario. Pero la traducción deja mucho que desear, aunque aclaro que no conozco el original, y vuelvo a repetir como en otras ocasiones ya he hecho, que un traductor debería ser escritor, o como mínimo un lector avezado, no hace falta ir a Harvard para evitar soniquetes y repeticiones que el autor jamás pondría en un mismo renglón, como: tenía ganas de beber una bebida -y a continuación- y se bebió el champán, (es un ejemplo aproximado porque no tengo el libro delante, pero hay bastantes frases parecidas), y sé que va a sonar a barbaridad lo que voy a exponer, pero mucha gente confunde las faltas de ortografía con lo que estoy diciendo, una falta de ortografía es absolutamente perdonable, se le pasa el corrector y listo, todas las personas que escriben muchísimo las tienen, son lapsus debidos a la cantidad de veces que transformas o pules una frase, pensando a la vez en la palabra 'desechar' o en la de 'deshacer' se te puede trastocar la h y quedarse tan ancha en 'deshechar' -tal vez sea un poco exagerado, pero así se entiende mejor lo que intento decir- y eso ocurre aunque se conozcan las reglas ortográficas a la perfección, precisamente porque dejas en piloto automático la lectura. Cuando creas, oyes y ves, no lees, eso viene luego. Lo que es imperdonable sin embargo es que con el rico lenguaje que tenemos un traductor le destroce la musicalidad y el ritmo a un relato.
Pero con independencia de la traducción, la novela me ha parecido superficial, un buen documento, eso sí, pero a mí me ha sonado más a los ecos de sociedad de cualquier época con chismorreo incluido que a literatura en sí. Además le faltan huellas y rastros que indiquen lo que va a venir, a veces resuelve de pronto sin haber anunciado, como cuando Sofía le dice a su hijo Ramón que ha estado buscándolo y el lector se pregunta cuándo y cómo. El lenguaje coloquial está bien para los diálogos y la forma de hablar de cada personaje, pero el del narrador omnisciente ha de ser impecable, (ya sabéis que el narrador omnisciente es una herramienta, una entidad dentro de la historia, diferente del escritor –persona física y real- que le crea). E impecable no significa rebuscado ni está reñido con elegir un lenguaje sencillo. En fin, como ya he dicho lo paso mal, pero el club de lectura se creó para el desarrollo personal y literario y está bien que de vez en cuando pasemos la criba aún a riesgo de caer en manías personales y subjetivas. Pero al igual que en música no es lo mismo Mozart que otros, o Eric Clapton que otros, en literatura también ocurre.

Hasta el próximo encuentro en el que habremos leído El enigma, de Josefina Aldecoa. A ver qué tal.

Un abrazo

Pili Zori.