"El esplendor", de ALVARO OTERO

Un conmovedor y justo homenaje a aquella edad de oro del sindicalismo español.
El lector entra en el universo de “El esplendor” por la puerta del invierno de 1961 y a partir de ahí recorrerá, junto a los protagonistas, cuatro décadas.
Extraordinaria novela de principio a fin, honrada, valiente y de elecciones difíciles: Álvaro Otero escoge para su exploración y buceo dos mundos: el obrero y el de la “aristocracia industrial” y los contrapone. ¿Mundos antagónicos?, ¿disociados?, ¿enfrentados?... el lector decidirá, pero sobre todo asistirá a la gran evolución que se produjo en ese periodo tan importante de nuestra historia reciente y conocerá de cerca y con detalle a los personajes anónimos que la protagonizaron. Casi nadie recuerda ya los riesgos altruistas que corrieron, que corrimos, tampoco las renuncias, las pérdidas y la persecución que sufrimos cada uno de nosotros en mayor o menor medida.
El autor nos muestra esta intensa etapa de cambios sociales a través de la amistad que surge entre dos muchachos: el heredero del imperio Andrade, flamante empresa de astilleros navales, y el hijo de un albañil que sufre un largo periodo de escasez laboral. Es posible que en ese tiempo previo de inmovilismo, en el que todo parecía estar en su sitio, sus dos mundos jamás se hubiesen cruzado, pero una tragedia ocurrida en la adolescencia les unirá para siempre.

Decía al principio que Álvaro Otero había tomado decisiones difíciles a la hora de escribir este libro, como la de situar a los protagonistas en el final de la adolescencia, a punto de traspasar el umbral que conduce hacia el mundo adulto, -ese intenso pero corto espacio en el que cualquier porvenir soñado parece posible-, lo que ambos jóvenes desconocen es que su futuro se ha diseñado sin contar con ellos. El conflicto está servido. Ni Julián Andrade ni su amigo han tenido libertad para escoger, pero a los dos se les va a brindar una oportunidad irrepetible: la de asomarse a la vida del otro, y ante esa visión, el deseo de cambio y rebeldía germinará en sus almas como una enredadera.
Durante una de las escenas clave del nudo, la del marcaje territorial que se desarrolla en la humilde cocina del chico “pobre”, se producirá la compraventa de un ser humano con las mismas artes que utilizaría un tratante de ganado experto. En ella vemos a los dos patriarcas, ambos, retratos fidedignos de los productos que creó el franquismo: uno el del patrón paternalista ejerciendo de “magnánimo” desde su elevada atalaya de privilegios, y otro el del obrero adepto al régimen de Franco, un estómago agradecido y conformista como se decía entonces. Entre el pequeño espacio que hay entre la mesa de cocina que los separa se respira el acuerdo tácito que revalida la frase Amigos sí, pero cada uno en su lugar y el borrico en la linde. La esposa del obrero guarda silencio, el mismo silencio sumiso con el que a los dos hombres les flanquean los hijos. Al padre, albañil en paro, no se le muestran todas las cartas desde el principio; primero, tras la envoltura de un inteligente y astuto circunloquio, se le hace una oferta de trabajo a la que no podrá renunciar, ese es el señuelo, y tras sellarla, habiendo desplegado todas las armas de seducción y los certeros golpes de efecto que el poderoso domina con soltura, viene el cobro: a cambio el gran magnate se ocupará de pagar los estudios del hijo, satisfaciendo así el capricho de asegurarle un amigo a su heredero, naturalmente el recién “desclasado” deberá olvidarse de sus sueños literarios “porque esas son carreras para entretener a las mujeres” –añadió- “te harás abogado”.

Como decía, pocas veces he visto en literatura escenas que alcancen una tensión tan elevada donde los sentimientos encontrados (el orgullo y la vergüenza, juntos; la humillación sutil y la compraventa de la dignidad -asumida de antemano-) estén tan bien explicados. El lector sujeta la respiración, y el nudo que se le pone en la garganta es muy amargo.
A partir de ese punto el escritor conduce a sus jóvenes protagonistas hasta la universidad en donde aparece la toma de conciencia, la autodefinición, y como resultado la toma de postura. Desde la universidad los eleva a la “cima” laboral, y ahí ya establece definitivamente y con claridad la bifurcación ideológica.
Al colocar el objetivo de la cámara -si se me permite el símil- a esa altura, Otero consigue de un plumazo la perspectiva perfecta para que el lector pueda ver al mismo tiempo a estudiantes, patrones, mandos intermedios y obreros.
Insisto en que las decisiones del escritor son muy difíciles porque mientras ese enorme entramado social se remueve y se vulnera, la amistad apasionada y profunda de los protagonistas prevalece por encima de todas las dificultades y divergencias a pesar de los sentimientos de traición, de la contabilidad de los favores… Esa forma de relacionarse tan entrañada, tan estrecha y vinculante hoy apenas se comprende. Yo sí recuerdo sin embargo enfrentamientos más desgarradores aún que los de la amistad. En aquel tiempo abundaron los de hijos contra padres, o de padres contra hijos, pobres progenitores perplejos que no acertaban a comprender por qué la policía iba hasta sus hogares para llevarse a sus vástagos como si de delincuentes se tratase alegando que participaban en manifestaciones ilegales. Padres desconcertados por la secreta y desconocida dicotomía de sus hijos. Cómo iban a imaginar a sus retoños envueltos en actividades clandestinas que hoy nos harían sonreír por sus limpios e ingenuos propósitos. Y es que no hay que olvidar que nos tocó un tiempo no sólo de ruptura generacional, también social, en la que el mundo giró a más revoluciones, -nunca mejor dicho-, porque se produjeron en plural.
Por desgracia, el sistema, con el tiempo encuentra los mecanismos, y engulle cualquier rebeldía convirtiéndola en slogan y beneficio. Aunque esa es otra historia -no me hagáis mucho caso con el pesimismo, me estoy haciendo mayor.
Por fortuna “El esplendor” no se olvida de que hubo cárcel y muertes para quienes lucharon por asuntos tan legítimos como la igualdad salarial entre hombres y mujeres, la reducción de jornada, la mejora de la seguridad en el trabajo… Tampoco se olvida de que hacíamos cajas de resistencia para que a las familias en huelga nos les faltase.

La noche anterior a la matanza de Atocha, -que entre otras, la novela cita-, Juan Carlos, un abogado laboralista de 26 años llamaba, desde Guadalajara, al despacho de sus compañeros de Atocha en Madrid para ver a qué hora se iba a hacer la reunión, le dijeron que no era necesario que asistiera y tras una agotadora jornada de asesoría gratuita, se marchó a descansar que buena falta le hacía. La llamada la hizo delante de mí y de otros rezagados que pululábamos por allí, habría sido otro más.
En la película de “Siete días de enero” se ve como levanta el féretro de uno de sus compañeros.
Me gustaban las asambleas de la construcción, aprendía mucho y me iba allí a escucharles, celebraban sus reuniones en otra estancia de aquel improvisado bufete de abogados laboralistas, yo trabajaba en esa época en el corredor del Henares, en las oficinas de una de sus mastodónticas fábricas, así que entiendo de maravilla lo que siente el personaje sin nombre que nos cuenta “El esplendor” cada vez que tiene que ratificarse ante sus propios compañeros de lucha. Los administrativos siempre estábamos cubiertos de sospechas.
A mí los enigmas del mundo se me aclaraban mejor con la militancia sindical que con la política, aunque todo formase parte de lo mismo, pero mis rasgos pragmáticos me hacen buscar la utilidad de mis actos y aquel era por antonomasia el terreno de lo concreto. Yo en aquella etapa tenía la edad de Laura, el personaje femenino que redime a Julián, y ha sido hermoso y a la vez extraño verme ahí, en las páginas de un libro que no he escrito yo. No estoy haciendo un alarde de ombligo al referir todo lo anterior, es más, si no fuera porque necesito expresarlo para lo que a continuación quiero decir prescindiría de mostrarme en un aspecto que siempre evito porque resultó muy doloroso para mí, por circunstancias que no vienen al caso hubo un antes y un después de aquella fábrica, pero la valentía de Otero me ha empujado a implicarme: a nivel personal estoy impresionada, soy once años mayor que Álvaro Otero. Cuando yo cumplía los 18 él tenía siete, por tanto aquel tiempo no lo vivió en persona, y en ese detalle radica mi asombro: la documentación que ha necesitado para esta novela le ha sido relatada por otros, pero él la ha trascendido, no sólo como si fuese un testigo directo, la ha vivido. Es mejor que de uno mismo hablen los otros, porque los otros no tienen que cargar con las contaminaciones de la decepción, los resentimientos y la tristeza. Los jirones de piel siempre dejan escozores, aunque se siga sintiendo lo mismo, si lo particular no fuera secundario jamás podríamos anteponer lo colectivo. Por eso es mejor que esta historia la escriba Otero, porque su mirada es tan limpia y tan ecuánime que lo que provoca es un profundo agradecimiento.

Pero sí quiero recordar que hubo un partido que fue en cabeza a recibir los golpes, que allanó el terreno para todos, que hizo una reconciliación nacional, que fue insultado como revisionista y moderado, que rompió con la Unión soviética, que sacrificó a su líder...
Siento que hay una gran deuda histórica con muchos hombres y mujeres que hicieron el trabajo duro, otros también, pero están a la vista y disfrutan de los resultados y sobre todo, del reconocimiento. Entiendo que el pueblo es soberano, comprendo que buscase una imagen fresca de dirigentes sin implicación en la guerra civil, nadie se queja, pero los olvidos de personas justas, valientes y bondadosas, duelen, y dicho olvido no se debe a que el trabajo posterior fuera malo, simplemente no hacían bonito en la nueva etapa. Soy de izquierdas y eso significa que cualquier daño que reciba el partido socialista también me afecta, pero resultaría más interesante y rico que este país no fuera sólo bipartidista, hay voces que hacen mucha falta sin necesidad de ser absorbidas aunque sólo sea para que nadie olvide que se gobierna para un país, ya sé que mis palabras responden más a un sentimiento que a un argumento y que acepto de buen grado lo que las urnas dicen, pero me apetecía el lamento. Adoro la pluralidad. Me encanta lo diverso.

Pero volviendo a “El esplendor” tras este inciso, diré que contiene una prosa apabullante de puro hermosa y que se asoma a todas las caras ocultas del alma humana. Jamás voy a olvidar la forma de querer de ese muchacho sin nombre que un día decide colocarse detrás de Andrade con el compromiso de ser su protectora sombra; le querré siempre porque le dieron una vida prestada de esclavo con escalafón alto de la que supo salirse; porque parasitó las mieles pero sufrió las hieles.
Y del mismo modo amaré a Julián Andrade, ese último emperador, marcado por el declive, al que me habría gustado agarrar para salvarle del imán del agua y de su vértigo atrayente; le amaré por llevarle en descapotable a su amigo todo su reino para ponerlo a sus pies de la única forma despótica en que sabía hacerlo, y sobre todo por entregarle lo más oscuro y recóndito de sí mismo, romper esa cáscara es muy complicado.
Sentiré en lo más profundo la invisibilidad de Moira y la de la madre del muchacho sin nombre, ellas son las grandes perdedoras de ese tiempo y de esta historia, porque hasta en el hecho de perder hay diferencias, los hombres son vencidos ante el mundo, las mujeres frente a la oscuridad.
“El esplendor” es una novela que muestra y descubre sin recodos la ternura masculina, normalmente oculta bajo mil capas. Pero sobre todo “El esplendor” es una tragedia impecable que abarca toda la dimensión de la palabra y en ella el agua tiene Verdugo por nombre.
A nuestra ciudad, plagada de lectores, se acercan a menudo escritores de renombrado prestigio. Resulta curioso que cuando les preguntamos por sus libros favoritos nunca mencionen los escritos por españoles de ahora mismo. Es muy triste. En otros gremios no ocurre, el viernes pasado sin ir más lejos veíamos al mejor intérprete y compositor de armónica del mundo acompañando discretamente a Patxi Andión. La primera vez que mi marido y yo escuchamos la música de Antonio Serrano fue en la Taberna del Blues, un bar chiquitito de Viñuelas, -el dueño también extrae maravillosas melodías de sus armónicas-, y él había recorrido kilómetros para estar allí. Pasado algún tiempo vimos de nuevo a Antonio Serrano dando un concierto en televisión, cuando le toca ser solista lo es, y si hay que hacer equipo lo hace, los músicos son otra cosa.

Cuando “El esplendor” ganó el primer lugar en el concurso literario de Guadalajara todos los escritores de aquí nos alegramos, también los foráneos que formaban parte del jurado junto al equipo que previamente desbroza y selecciona. Porque al igual que Antonio Serrano cuando nos toca ser solistas lo somos y cuando nos toca acompañar acompañamos. Porque lo único que de verdad importa es que la música suene.
Para mí es un orgullo que el premiado dé prestigio al premio, así como el premio al premiado, y un honor conocer a los escritores españoles de mi tiempo, y que ellos me conozcan a mí, al fin y al cabo la vida es una enorme jam session y la literatura una música en fuga a la que se le van añadiendo cada vez más instrumentos.
La composición de una fuga consiste en el uso de la polifonía vertebrada por el contrapunto entre varias voces o líneas instrumentales de igual importancia”.
Así que no sé a qué viene jugar tanto a los ninguneos.

El viernes día 14 tendremos un encuentro con el gran escritor gallego Álvaro Otero en el San José.

Un abrazo muy cariñoso de Pili Zori