"Juntos, nada más", de ANNA GAVALDA

Quinientas cuarenta y tres páginas de dos atacadas nocturnas. No pude parar de leer, creo que es el máximo elogio que se le puede hacer a un escritor. Me da lo mismo en qué categoría para la venta se coloque a esta autora, al parecer en su país, Francia, la sitúan en novela romántica –género a menudo menospreciado-. El desprecio como es muy altivo y se basta a sí mismo nunca se ha dignado a explicarme por qué el apartado romántico, de entrada, conlleva un significado mediocre ¿acaso lo es “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez? Que yo sepa Don Gabriel nada más recibir su nobel dijo: “…ahora me voy a encerrar para escribir una novela de amor”, curiosamente la más querida por él. En nuestro país “Juntos nada más” la publicó Seix Barral, sobra destacar su prestigio como editorial y la ausencia de etiquetaje. Intentaré interpretar la explicación del señor desprecio aunque no se haya molestado nunca en dármela, creo que proviene del prejuicio y quiere decir cuando desdeña con la mano, levanta la ceja y cierra los ojos, displicente: “Ah, una novela para mujeres”.
Ya he comentado en este mismo blog otras veces que se trata de que la literatura sea de calidad, luego si en ella te cuentan la lista de la compra pero te la narran bien, y por forma y contenido te alcanzan los pliegues del alma, los más recónditos y resguardados, por algo será. Creo que la literatura funciona si se escribe sin trampas, si se tiene voz propia y estilo personal. Sí, porque una lista de la compra dice mucho: no es lo mismo echar en el carro garbanzos que angulas, aunque tengo entendido que combinan bien, y si la recomendación la hace un chef de renombre “por supuesto que combinan” dirá enfáticamente el “Señor Desprecio” y se comerá las angulas con garbanzos (no, no me equivoco de orden, lo he escrito así a propósito: angulas con garbanzos, no garbanzos con angulas, porque tampoco es lo mismo decir arroz con bogavante que bogavante con arroz, la semántica es lo que tiene, disculpad la ironía), pero a lo que iba, el “señor desprecio” se los zampará emitiendo grandes superlativos orgásmicos porque lo ha dicho el renombrado chef. Pues así es la vida. Si “El amor en los tiempos del cólera” hubiera sido publicada en la editorial Arlequín ¿qué?

Juntos nada más” es una novela preciosa con la que te ríes de pena y lloras de alegría, con cuyos personajes discutes porque son de verdad.
Cuando surgen fenómenos de estas características que saltan fronteras lo que hay que preguntarse es por qué, cuál es el resorte que han tocado. La ayuda entre “perdedores” que necesitan una salida, o al menos un cabo de cuerda o un flotador para intentar salvarse del naufragio justo cuando están a punto de rendirse y dejar de nadar está de actualidad, sí, de rabiosa actualidad. Y lo de que la unión hace la fuerza no es una frase manida, es real, y a veces esa fuerza se desencadena con una simple frase, “Quería invitarlo un día de estos a cenar al calor de la chimenea.” Sí. Una invitación a Philibert Marquet, el joven y anacrónico aristócrata venido a menos, despreciado por su linajuda familia, que vende postales en un museo conociendo la historia de todas ellas de primera mano, que tartamudea y por ello no se presenta al examen oral que le proporcionaría la licenciatura, que duda y se disculpa a cada instante, que no recuerda el código para entrar al portal de su casa y que sale en pijama para llevarle croquetas a un gato que oye pero que nunca ha visto. La autora le nombra caballero y le encomienda la misión de salvar de una muerte segura a la dama de la torre congelada que trasladada a nuestro tiempo es la buhardilla. Pero eso sucederá después de que Camille le invite a cenar frente a su nueva y flamante chimenea. Camille, la muchacha que lleva un jersey de cachemir bajo un andrajoso pijama, para anunciar y recordarse que tuvo un pasado en el que no fue feliz, la chica de 26 años que se explica a sí misma y expresa lo que ve y cómo lo ve a través del dibujo, su parapeto. La joven que sobrevive en quince metros cuadrados, que apenas come y que limpia oficinas de noche compra por flechazo una chimenea artificial que le cuesta el sueldo entero y desea inaugurarla y celebrarlo, pero cuando echa cuentas de a quién quiere invitar nadie es adecuado para entenderlo salvo ese descolocado vecino.
Philibert es el casero de Franck Lestafier, que trabaja como cocinero en un buen restaurante, tiene horarios durísimos y un solo día libre, el domingo. Ambos comparten desde hace tiempo un piso enorme y antiguo en el centro de París, decorado en el estilo art nouveau, del que pueden ser desalojados. Siendo antagónicos, en apariencia, han aprendido a convivir y a estimarse. Franck, mujeriego y supuestamente simple, irritable y algo hortera, e introvertido como un bote hermético, deslumbrado y acomplejado por la cultura y el espíritu libre de sus compañeros de piso, se bebe a las chicas de un sorbo como si fueran copas antes de irse a dormir y vive literalmente al galope, subido en su moto, para visitar a su abuela Paulette, lo único que le queda en el mundo. No ha tenido más remedio que llevarla a una residencia geriátrica y sufre en secreto infinitamente por ello.
Paulette que ocultaba los moratones de sus frecuentes caídas, que salía a su jardín cada día para arreglar su huerta y sus flores, para cuidar de su gato y esperar la visita de su nieto y la de la vecina, ahora vive sin salir de su cuarto y rumiando un remordimiento antiguo.
Es cierto que de inmediato sabemos que Camille y Franck van a enamorarse, pero no porque la autora lo haga previsible sino deseable que es muy distinto, su llegada a la casa va a marcar un nuevo punto de partida para todos ellos, incluida Paulette y ella misma. El lector lo que quiere ver es como caen las corazas de esos dos personajes y como sueltan el doloroso lastre que tan bien camuflado llevan desde la infancia, y como recuperan la confianza tan pisoteada y aprenden a convivir habiendo utilizado tantos recursos para aislarse.
No tenemos por qué ser espejos, compartirse no es identificarse, no es buscar necesariamente el parecido, a veces intentar hallar la similitud no es más que querer encontrar la prolongación de uno mismo, la semejanza está en otra parte más honda. Las mismas tendencias, los mismos gustos no tienen por qué hacerte afín. Hay una escena preciosa en la que Camille dibuja a Franck y con su talento logra como siempre plasmarlo no sólo por fuera. Franck le corresponde marcando un punto dentro de una espiral para retratarla, ella se ofende ante la elemental imagen del caracol, pero la exactitud es aplastante, más adelante a ese mismo garabato el cocinero le añadirá dos tímidos cuernecillos que intentan asomarse. Ambos se han tocado el corazón, quién ha dicho que no duela.
En mi opinión una persona se enamora cuando contempla y comprende el mundo del otro, cómo se proyecta hacia el exterior y cómo el exterior se introduce en ella, ahí es donde se ubica la ternura que es lo más serio que tenemos y nada tiene que ver con la gazmoñería, cuando eso ocurre se sabe, lo demás, lo que queda por hacer es ir venciendo miedos. Las horas de espera de Franck mirando el cuaderno de dibujos de Camille y la jornada entera que ella pasa en la cocina del restaurante para echar una mano son dos situaciones conmovedoras en las que la autora cuenta con la complicidad del lector para que ponga todo lo que se sugiere entre las líneas. Un buen escritor debe buscar las palabras que no dice con la misma precisión con que escoge las que sí pronuncia, con todas ellas creará las imágenes necesarias para que el lector vea y viva lo que ocurre ahí dentro.

Y ahora sí, me voy a poner a discutir con los personajes como dije al principio, con la escritora no me atrevo porque no sé cuantos préstamos personales les ha hecho.
La anorexia es un trastorno muy serio que no siempre se puede tratar con elegancia o desde el eufemismo, hay muchos lectores que la padecen y hay que decirles, alto y claro, que si no se apean de ese tren pidiendo ayuda pueden morirse. Es cierto que está presente en toda la novela y bien descrita desde el principio: Camille visita al médico y éste le pregunta “¿cuándo fue la última vez que tuvo la regla?”, pero lo está de forma latente, frases como “el placer de no comer”, “…de tanto escupirle al váter” -perdonad que no cite textualmente- “otra vez estás bebiendo”, o el olor agrio en el cuello cuando Philibert sube a rescatarla casi de la muerte, (así lo da a entender otro médico distinto al que el aparentemente estrambótico vecino llama en su auxilio), su frío constante, sus disimulos en la mesa, -los mariscos le encantan porque entre pelar, partir cortar o preparar para otros, pasa inadvertida…- sus picoteos en la habitación, galletas, caprichos…
Puedes explicar la anorexia como la protagonista lo hace situando el comienzo casi en la infancia y diciéndole al lector por qué pierde el apetito, pero también es obligado decir que muchas personas padecen los mismos problemas y no caen en esa actitud que se convierte en obsesión adictiva. No vale escudarse. Es evidente que hay anoréxicos manipuladores con ataques de ombligo y llenos de maldad, pero en contraposición también los hay profundamente buenos y generosos como Camille, tantos y tan variados como personas caminan por la vida con compulsiones o sin ellas. Es justo decir que la autora da las claves para la recuperación, Camille le pide ayuda a Franck aunque no nombre ni apellide lo que le ocurre ya que en todo momento se habla de delgadez.
La novela afirma en todas sus páginas que el cariño y el interés por los demás te saca de ese encierro, pero es necesario decir que ese trastorno distorsiona, ensimisma, enmascara y hace que se perciba mal la realidad, por ello, en esa maravillosa escena en la que la protagonista está lavando en la bañera a Paulette y la anciana se avergüenza de su cuerpo arrugado y la joven se desnuda frente a ella para igualarse y se produce no sólo el desnudo físico sino el anímico, he de poner una objeción: La abuela de Franck le dice “No estás delgada, eres fina.” Vamos a detenernos ahí, no quiero pasar por alto esa frase, la delgadez constitucional no tiene nada que ver con la delgadez anoréxica. Camille no es fina, tiene un problema y aunque se merezca el cumplido, la verdad es más beneficiosa.
Sé que el lector no es tonto y se da cuenta, y comprendo de sobra que a la protagonista lo que le conviene son los cuidados y no echarle el sermón, pero por si acaso alguien se despista lo subrayo aún a riesgo de etiquetar y de confundir porque la novela no va de eso aunque lo incluya. Estoy convencida de que Anna Gavalda, con mucha inteligencia huyó de estigmatizar, y queda bien reflejado en el siguiente inquilino que Camille recoge para que se recupere en la buhardilla de la que ella fue rescatada, si es toxicómano o tiene sida da igual, no es relevante pasa por un mal momento y alguien le extiende una mano. De eso es de lo que va.
Las pinceladas de los secundarios son tan eficaces como las que da Camille en sus cuadernos atrapando su visión de la existencia; con apenas unos trazos personajes como Ivonne -la vecina de Paulette-, la portera, el anciano del restaurante, las compañeras de trabajo… compone una exposición tan llena de luz que es digna del mismísimo Sorolla.
La segunda objeción tiene que ver con la confesión que Paulette le hace a la joven. Que se comprenda por qué no asistió a su marido en el infarto, y que éste se lo mereciera no significa que la negación de ayuda quede redimida. Pero bueno, echar de casa a una hija disparándole con una escopeta, al menos en literatura tiene sus consecuencias.
En cuanto a las madres, en este libro como en tantos otros, parece que son el contenedor de todos los males, y el trato casi siempre es desigual, la figura materna nunca es perdonada por los mismos abandonos, exactamente los mismos que hace la paterna, por alguna razón inconsciente o vete a saber si por complejos de Electra los hombres suelen ser redimidos. El padre de la protagonista parece tener bula a sus ojos y eso que se suicida, de la madre cuenta irónicamente, “mi mamá come pastillas” refiriéndose a varios intentos fallidos y reprochándole que le diga que si se ha quedado es por ella. Es verdad que tanto la madre de Camille como la de Franck son un desastre pero a lo mejor les habría hecho falta un poco de la misma ayuda que ellos reciben, y que conste que no me excluyo, en una de mis novelas aparece una huérfana que adora a su padre suicidado y echa pestes de la madre evadida. En cualquier caso los personajes tienen derecho a su memoria y a no negar lo que sienten, y el desvalido por supuesto siempre es el niño.
Perdonad el rizamiento de rizo, es deformación por la costumbre de buscar pautas para el debate en el club de lectura, al fin y al cabo los puntos de vista escogidos son los de los protagonistas principales, ya exploraremos en otros trabajos los de los otros personajes, a lo mejor a Anna Gavalda y a mí nos apetece.
El final es feliz, muy feliz de los de comieron perdices, y no cae del cielo, todos han luchado hasta la extenuación para obtenerlo, para reorientarse y trazar un camino nuevo y en él ocupar su lugar en el mundo. Me ha alegrado mucho conocer parte de la literatura de esta escritora que crea personajes tan entrañables que no olvidaré y que se afana por volver a colocar en su sitio la dignidad y por señalar con rotulador quiénes son y cómo son los desfavorecidos de este tiempo. Pero lo que más me ha estremecido es su forma de querer.
Un abrazo, hasta el próximo encuentro.
Pili Zori

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