"AZUL", película de Krzysztof Kieslowski


¿Qué puede hacer un cineasta para que el espectador comprenda lo intangible, es decir, sentimientos, pensamientos, ideas, obsesiones, miedos, liberación, resurgimiento, amor… cuando su herramienta para expresarse es fundamentalmente la imagen? ¿Cómo puede plasmar todo lo que ocurre en el interior de un ser humano si además quiere reflejarlo en clave introspectiva y desde la soledad individual? Pues muy sencillo: puede hacer que veamos las reacciones y conductas que tiene el personaje. El protagonista elegido no va a ir por la vida hablando solo para que el espectador se entere de lo que le ocurre, resultaría forzado, y escuchar su monólogo interior tampoco sirve, -aunque sea lícito y en el cine clásico se usara a menudo la voz en off- pero no deja de ser lenguaje literario y el séptimo arte a lo largo de décadas ha explorado y abierto caminos que actualmente permiten que el cineasta pueda manifestarse con la menor contaminación posible.
El director materializará todo el proceso anímico de su personaje principal mediante comportamientos que el espectador comprenderá por empatía -cuando nadie nos ve, cuando no somos observados, nuestro modo de actuar es distinto-  así lo invisible pasará a ser visible al ser trasladado y proyectado sobre objetos concretos que en esa circunstancia adquieren otro significado, otra lectura, otro uso. Cuando vemos a Julie, la protagonista, arrancar con brusquedad los cristales azules de una lámpara entendemos que los fragmentos transparentes y sus destellos nos dicen sin palabras que su vida está rota, que ella quiere destruir, borrar su pasado, pero no puede y entre sus manos contemplamos su alma azul y traslúcida hecha pedazos. Cuando se topa con una de las piruletas igualmente azules que comía su hija, (exacta a la que envolvía el plateado papel que asomaba por la ventanilla sujeto a su pequeña mano infantil mientras jugaba con el sonido del aire y su caricia justo antes del terrible accidente), y la lame y luego mastica con voracidad inusitada, sabemos sin lugar a dudas que está engullendo el último instante de la vida de su niña, y luego cuando nos asustamos junto a ella al encontrarnos de frente con la rata que ha tenido crías, de inmediato percibimos con claridad el remordido y subjetivo sentimiento de Julie por no haber sabido proteger y defender a la suya en ese trágico accidente del que de algún modo se culpa, de hecho se llega a plantear cambiar de casa otra vez para no tener que exterminarlas. En esa y en otras muchas escenas estallan los sentimientos de ambivalencia, de pérdida, de negación y rabia, de bloqueo, de rebeldía… de profunda tristeza en definitiva. La muerte de un ser querido es la mayor decepción insuperable que sufrimos y el proceso de aceptarla es uno de los más arduos. Un director sólo puede describir esas emociones privadas, si consigue darles forma, crearles cuerpo y eso es lo que Kieslowski hizo.
El pasaje en el que Julie (Juliet Binoche) se destroza inmutable la mano arrastrándola por una pared de puntiagudas rugosidades de cemento para que ese dolor menor amortigüe el otro mucho mayor e insoportable que anida en su interior nos servirá, no sólo para comprender cómo se siente, también para saber que ha transcurrido el tiempo porque en una escena posterior la veremos en la cafetería de su actual barrio, el camarero le preguntará: “¿lo de siempre?”, y la mano -que sostiene inmóvil un azucarillo mientras la música que ella quiso destruir sale como un milagro de la flauta de un mendigo- estará curada.
La forma que Julie tiene de renacer es bellísima, y la declaración de amor de Olivier (Benoit Regent), el músico ayudante de su esposo, una de las más hermosas que se han visto en cine: se lleva el colchón en el que ella, -en su antigua casa, y en pleno duelo, tal vez para que la dejase en paz o para saldar la demanda y el deseo que siempre intuyó en él- quiso entregarle sin amor su cuerpo, se dejó usar como recipiente para luego poder marcharse enterrándose en vida sin deber nada a nadie, creyó haber dado todo lo que se le pedía, pero los objetivos no siempre salen como uno los plantea y la vida manda y se encarga de enmendarles la plana y los desvíos volviéndolos a encaminar de nuevo. Es un desencuentro duro y triste para él, en el que sin embargo ambos dan y reciben de forma distinta a la esperada, pero dan y reciben. Cuando al final se cierra el círculo y el público de la sala comprende que él se llevó ese lecho a su casa para dormir sobre el recuerdo una satisfacción plena se extiende por el patio de butacas al comprender que la esperanza estaba ahí aguardando agazapada.
Kieslowsky cree en las segundas oportunidades y en la capacidad redentora y curativa del amor –sobra aclarar que no hablo del enamoramiento estereotipado y de flechazo que caracteriza la comedia romántica, sino de ese sentimiento profundo y trascendente que une, funde y entraña a dos personas.
No quiero desvelar como ella resuelve y deja a buen recaudo el pasado para darle la más generosa y legítima utilidad antes de cerrarlo. Pero sí diré que con el dulce portazo y sin cabos sueltos al fin, termina por recuperar la libertad pudiendo emprender el nuevo comienzo sin lastres.
Kieslowski quiso conmemorar la revolución francesa creando una trilogía compuesta por tres películas que contuvieran los tres colores de la bandera, pero no deseaba darle un carácter social y colectivo, pretendía partir de la conciencia individual, -aunque finalmente desde lo privado siempre se conecte con lo público- por eso Azul trata sobre la dolorosa conquista de la libertad personal, así mismo también lleva los ingredientes de la igualdad y de la fraternidad reflejados en la relación que la protagonista establece con la nueva vecina, Lucille (Charlotte Véry) haciendo caso omiso de la “comunidad” de vecinos que d dedica a recoger firmas para que la echen del inmueble por trabajar en un espectáculo porno.
El movimiento de las tres películas cuando el metraje va a llegar al final es el de una bandera flameante. En Azul poco a poco aparece y ondea el blanco, y en Blanco el rojo comienza a abrirse paso en los últimos minutos. Los niños que saltan al agua de la piscina diurna, (antes solitaria y nocturna, cuando Julie empieza a vencer su aislamiento, a tener medio cuerpo fuera durante más tiempo, a salir a flote y a volver a conectarse con los demás), también lucen los tres colores en sus trajes de baño.
Los tres films se enlazan a través de sus personajes que los abrochan o cosen al entrar en la película siguiente y se cruzan sin conocerse. Mientras se celebra el juicio de los protagonistas de Blanco, Julie abre la puerta buscando a Sandrine (Florence Pernel), acaba de enterarse de que era la amante de su marido y esperaba descendencia Y es que a Krzysztof Kieslowski le interesaban los encuentros casuales, le preocupaba el azar y lo que desencadena. Rojo finaliza con muchos de los personajes de la trilogía juntos en un barco, saliendo indemnes de un naufragio, creo que la imagen se explica por sí sola y es preciosa.
Blanco pone en cuestión la igualdad, al menos el concepto que de ella tenemos por estos lares, y para ello Kieslowski hizo que la impotencia sexual de un inmigrante tuviese un doble sentido.
Rojo nos plantea la duda a la hora de enjuiciar: un juez retirado no puede vivir con el dilema de no saber si ha sido justo o no en sus sentencias, para ello espía a sus vecinos pinchando sus teléfonos. Poseer la información completa es importante y saber cómo utilizarla y qué hacer con ella lo es todavía más.
 En las tres palículas aparece una anciana con artrosis en su vencida espalda que intenta meter una botella en el contenedor del vidrio, sólo la protagonista de Rojo la ayudará a introducirla, -fraternidad.
“Me gustan los encuentros casuales, la vida está llena de ellos, en este momento, en este café, estamos sentados al lado de extraños. Todo el mundo se levantará, se marchará y seguirá su camino. Y entonces, nunca más se volverán a encontrar, y si lo hacen no se darán cuenta de que no es la primera vez”, Kieslowski, en Kieslowski on Kieslowski, Ed. Faber and Faber, Londres, 1993.
Cada una de ellas se merece un monográfico, hoy estamos hablando de Azul. Una de las mejores películas que sobre música se han realizado, los escalofríos te recorren la espalda al ver como dicha música que ya no podrá emerger suena en la cabeza de la protagonista, cómo intenta ahogarla y ni sumergiéndose en el agua consigue destruirla, oímos como el contenedor de basura la distorsiona y cuando ya la creemos extinguida volvemos a escucharla en la flauta del vagabundo como ya os anticipaba. Y el mensaje poderoso es que esa hermosa música pugna por vivir y el destino se las arregla para que encuentre el modo.
Es extraordinario cómo el director nos hace entender el proceso de la creación, cómo los protagonistas van leyendo la melodía, cómo la piensan, la ralentizan, la rectifican, cómo se detienen en cada corchea, en cada silencio… Para que pudiéramos comprenderlo, Krzysztof compró una cámara microscópica que pudo hacer grande lo pequeño, la misma que usó para que el médico se reflejase en la pupila de Juliet Binoche mientras por ella entraba la terrible noticia.
Se puede escribir poesía con distintas herramientas; este director las multiplicó, el color tan transparente como una acuarela nos inunda de dolor y de inocencia, las palomas de Blanco dentro del metro, en el porche de la iglesia… tal vez nos hablen de una libertad prisionera, del deseo que desde Polonia trajeron a Francia los protagonistas, ellas van con ellos, su zureo les acompaña. El carcelero es el poder y la potencia. Se pueden hacer muchas lecturas en las múltiples facetas de estas tres joyas que como transparentes zafiros cuelgan del fino collar que las abrocha cerrando el círculo, Kiesloswki las talló para que sus prismas reflejasen la luz por donde él quería que lo hicieran.
Que el director criticara la deshumanización del sistema actual no significa que no creyera sin embargo en las personas a título individual, en los tres films el contacto con otro ser humano, el compromiso con los demás, es lo que redime, lo que salva del pesimismo y la incredulidad, lo que libera, lo que iguala, lo que hermana, por ello el juez Joseph Kern (Jean Louis Trintignant) termina por salir de su guarida cuando ya había perdido toda esperanza en la gente. Conocer a la estudiante suiza –no sé si la procedencia está elegida a propósito para que la bondad provenga de fuera de Francia- que ha atropellado sin querer a su perro le resucita. Rojo habla sobre todo de la responsabilidad, finalmente el teatro se llena de luz porque en él está ella, Valentine Dussaut (Irène Jacob), cómo se ilumina la casa del juez cada vez que ella llega. En toda la trilogía hay un constante abrir y cerrar de puertas que hablan de prisión y libertad. En Blanco el poder se invierte y finalmente Dominique (Julie Delpy) queda prisionera justo cuando acaba de comprender el amor de Karol (Zbigniev Zamachowski), ahora él tiene dinero, ha desaparecido la impotencia y puede provocarle un orgasmo más apoteósico que el vengativo que ella le arrojó como un tremendo y humillante reproche por teléfono: Igualdad –en este caso Kiesloswki se permitió la carcajada sardónica- el poder cambia de manos y paradójicamente es ella quien ha de reclamarle la libertad que en otro tiempo le negó. Karol encuentra la fraternidad en el compatriota Mikolaj (Janusz Gajos) cuando éste le hace una singular proposición.
De las tres, Blanco es la que a más distancia me queda, la que menos me conmueve, la que menos me llega, tal vez porque nunca me he visto en la situación de emigrar y no he experimentado el sentimiento de estar extraviada en un país de acogida que en el fondo no te acoge, -entono el mea culpa- aunque puedo entender dichos sentimientos y creo haber captado todo el simbolismo intercultural y la dolorosa ironía: el mundo de la especulación urbana entra en Polonia y de algún modo proviene de Karol que la trae de Francia. Mikolaj no tiene interés por vivir, el espectador desconoce sus razones, curiosamente de nuevo la situación se invierte y la misma persona a la que le propone que por una cantidad de dinero acabe con su vida se convierte en el aliciente para seguir viviendo. No sé si Mikolaj representa a la vieja y moribunda Europa del Este, desposeída de sus antiguos ideales y defraudada de la política anterior y también de la posterior, en cualquier caso con abstracción o sin ella, ese hombre a esa tierra pertenece, igual que Kieslowski pertenecía a su cultura polaca y ese fluido fue el que decantó siempre aunque lo vertiera en Francia. Sé que es una frase manida: lo local es universal, pero no por ello menos real, y que abrir plano desde ahí es más honrado y sincero.
Kzrysztof Kieslowski quiso hallar la verdad en los documentales que realizó en Varsovia, pero pronto comprendió que en cuanto ponía una cámara frente a la persona gran parte de su verdad desaparecía, intentó hacerlo sin que el filmado lo supiera, grabando a escondidas, en lugares como una estación de tren… pero seguían faltándole las respuestas que sólo el arte le podía proporcionar.
Sus películas son de alto contenido moral. Desengañado de la política y de la iglesia (la cadenita con la cruz que Antoine -el joven que presenció el accidente de coche (Yann Tregouet)- le devuelve a Julie y que finalmente ella desdeña demuestra el doloroso debate entre la creencia y el agnosticismo del autor. Kieslowski tal vez dudara de Dios sin volverse del todo contra Él, pero sí creía en el hombre, esa evidencia la dejó bien clara en toda su obra. En Blanco hay un dinero sucio que va a parar a la iglesia y que el protagonista vuelve a retirar de ella, son guiños que sin duda puso a propósito y que me refuerzan en esta impresión). Defendió al ser humano y buscó su felicidad hurgando en su conciencia y halló más verdad en sus contradicciones miedos y dudas, que en los inamovibles preceptos de políticas y religiones.
“Todos mis filmes desde el primero hasta el último son acerca de individuos que no pueden encontrar un sentido absoluto a sus actos, que no saben del todo cómo vivir, que no saben realmente dónde está el bien y el mal, que están buscando desesperadamente. Buscando respuestas a preguntas tan elementales como ¿para qué es todo esto?, ¿para qué levantarse por la mañana?, ¿para qué acostarse por la noche?, ¿para qué volverse a levantar?”. K. Kieslowski.
Después de “Tres colores, Azul, Blanco y Rojo” había abandonado el cine, porque era físicamente agotador, se ve que ya no se encontraba bien de salud, sin embargo cuando murió se supo que estaba escribiendo un guión sobre la Divina Comedia que agrupaba de nuevo en una trilogía: purgatorio, cielo e infierno.
Fue el cineasta que cerró el siglo XX, para mí el gran poeta que dio identidad al sentimiento europeo, al menos yo sólo me siento europea cuando veo su cine y comparto con él y con otros artistas de la Unión su preocupación existencial. Murió con 54 años en 1996 dejando un legado de obras maestras y de respeto y dignidad irrepetibles, lo sentí mucho porque estar viendo su cine era como estar compartiendo con él intimidad y confidencias. Visconti, Sidney Polack, Kieslowski e Isabel Coixet son mis directores más queridos.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili Zori

"El gran Gatsby", de F. SCOTT FITZGERALD


Quienes siguen este blog, saben que hablo de los libros tras haberlos leído compartiendo el efecto que producen en mi interior y también en el de mis compañeras de club de literatura. De vez en cuando lo advierto porque si alguien nuevo se acerca esperando una sinopsis, un ordenado resumen o un sesudo estudio es posible que se lleve una decepción. El generoso internet regala a manos llenas “el de qué va”. En mi caso trato de poner en común las reflexiones y sentimientos que nos ha suscitado la novela, por ello anuncio tras cada entrada la siguiente que leeremos juntas, es una forma de extender y prolongar el club para las personas que no pueden acudir a él físicamente cada miércoles, la idea es que te enganches si lo deseas a ese epílogo colectivo que entre todas añadimos al salir de las páginas por la contraportada. Allí, en la sala multiusos de la Biblioteca Pública, se vierte durante varias sesiones -en las que ponemos en común cien páginas- la parte que el autor no suele ver, que es nada más y nada menos que la impresión que su obra ha causado en sus lectores. En este caso propuse como temas de debate:
Las diferencias sociales. Los mundos endogámicos y cerrados. El deseo de evasión y olvido del pasado tras la contienda. El crack y el sonido de jazz entre dos guerras. La repetición histórica. Lo ilegal y lo moral. La ambición o la decadencia. El descreimiento. La desesperanza. ¿El fracaso, en definitiva, del modelo occidental en el que seguimos persistiendo?

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Ya ha llovido desde 1925, fecha en la que Scott Fitzgerald publicó “El Gran Gatsby”, pronto habrá transcurrido un siglo y sin embargo el planteamiento y contenidos del libro son tan esenciales y siguen siendo tan aplicables que su vigencia es intemporal, de hecho volvemos a verlos en novelas, películas y series de nuevo cuño cuyos autores posiblemente ni siquiera sepan que en los sedimentos de sus creencias y de su forma de sentir se encuentra el magma de “El Gran Gatsby” incluso sin haberlo leído.
Que su contenido sea vigente da que pensar: que siga existiendo el concepto de clase social resulta triste, es una pena que no hayamos encontrado otra forma más horizontal de mirarnos. No quiero caer en el pesimismo, pero me temo que el deseo de predominar es inherente al ser humano, la necesidad de destacarse sobre el otro, no de que su obra o su trabajo sobresalgan junto a las de los demás y por tanto se complementen, no, el asunto va de colocarse por encima. Todavía sigue dándose el caso de que si alguien sabe utilizar una técnica que tú desconoces pero que necesitas pronto caerá en la tentación de darte en la cabeza con ella para “rebajarte”, (que nos lo digan si no a los que nos hemos quedado en el jurásico con la informática y apenas controlamos cuatro cosas rudimentarias). Como veis, de entrada habría que cambiar nuestro lenguaje que en su escala de valores siempre está manejando conceptos de arriba y abajo, de caer o subir, se ve que tenemos alma de ascensor y todas esas imágenes y símbolos con los que juega el idioma están constantemente agrandándonos o empequeñeciéndonos, y puede que ese sea uno de los orígenes de nuestros problemas, la lengua encarrila nos guste o no, ¿quién la decide?, ¿quién manda en ella? Si hasta para soltar un mitin sobre la igualdad hay que subirse a tarimas o escaños, mal vamos con la paradoja. Es un enfoque equivocado esto nuestro, porque lo que decimos entra en contradicción con lo que hacemos y así nos va. Seguimos empantanados en los mismos sufrimientos y comportamientos sociales que ya retrataba en 1925 Francis Scott Fitzgerald. Tenemos la obligación de buscar palabras que transformen, significados más precisos, porque el lenguaje no es una ristra de ajos sino la herramienta que explica la vida con todo lo que ésta contiene dentro, y algunas de sus partes aún no las hemos definido. Creo que no es la primera vez que menciono “La comunicación no verbal” de Flora Davis, leyendo ese pequeño gran libro te das cuenta de cómo hasta los espacios empresariales, -esas nuevas catedrales de cemento, hormigón, aluminio y cristales- los despachos y oficinas están estudiados para fomentar esas escalas emuladoras de las deidades que expanden su luz cenital desde el último piso para hacernos creer en el poder y venerarlo. Más a menudo de lo que pensamos el problema no está en el contenido sino en el diseño del continente que se explica por sí solo, y los que conocen los entresijos del lenguaje no verbal tienen ventaja para envolverte con espacios y palabras mentirosas que ayudan a  crear el manipulador ambiente que te da o te quita importancia.
Aunque en justicia he de decir que la gente más joven de mi club no lo ve igual, no se les ocurre pensar que quien tienen enfrente sea más o sea menos que ellos, algo está cambiando por suerte, y muchas compañeras de mi edad también hacen la reflexión de que gran parte de la culpa la tiene quien se sitúa como inferior o se deja tratar como tal. No me estoy desviando de las páginas de “El Gran Gatsby” que con tanta maestría imperecedera nos regaló Fitzgerald, enseguida veréis por qué este preámbulo nos mete de lleno en ellas:

ORGULLOS Y PREJUICIOS
Se han dado diversas opiniones sobre el trasfondo de esta novela, pero tal vez no se hayan mencionado algunos  de los motivos, de los ingredientes que a mi parecer también tiene: la humillación y el orgullo, por ejemplo. El despecho, de Jay Gatsby por haber sido despreciado cuando era un chico pobre es un componente tan importante como el amor que le mueve, aunque es probable que ni siquiera Fitzgerald fuese consciente de que estaba reflejando ese resentimiento. Por ello y sin ánimo de restarle romanticismo a la novela creo que no sólo hay oscuridad en la procedencia del dinero del protagonista, tampoco todos sus sentimientos son limpios y diáfanos como aparentan, ni responden sólo al deseo honesto de construir un mundo de “cosas” digno de ella para ponerlo a sus pies. En el regreso de Gatsby, tras cinco años de ausencia, veo un toque de venganza del que no excluye a su amada. El sentimiento de ¡os vais a enterar!, ¡mira lo que te perdiste!, ¡contempla lo que has despreciado! está latente y es legítimo. La escena de las camisas que Jay le va lanzando a Daisy, -a mi manera de ver, naturalmente subjetiva- tiene esa ambivalencia de ofrenda y desagravio al mismo tiempo. Me atrevería a decir que Jack Clayton –el cineasta que en 1974 rodó la tercera versión inspirada en la novela que tan fielmente adaptó Francis Ford Coppola- coincide conmigo porque en ese pasaje Mía Farrow está sentada en un canapé bajo -casi parece prosternada- mientras Robert Redford le lanza las camisas. Ella rompe a llorar llevándose una de ellas a la mejilla y, al preguntarle que por qué se ha emocionado, Daisy responde que “porque nunca había visto unas camisas tan bonitas.” El espectador –lo expreso subjetivamente, claro está- escucha por debajo de las palabras, y comprende que en ese momento ambos acaban de reconciliarse con el pasado, y lo sabe porque las camisas se han tirado desde una posición más alta y dominante como si fueran acusaciones veladas y ella las ha recibido pidiendo perdón. Así ella le concede el podium que él tanto busca: el mensaje cifrado de “No hay otras camisas más bonitas” equivale a decir “nadie puede ni podría darme jamás tanto como tú”.

¿REPETICIÓN DE LA HISTORIA? (¿La humanidad atrapada en la rueda de un hámster?, ¿vueltas y vueltas para que todo siga igual?)
Resultaría muy pobre resumir la novela a una de tantas historias de chico pobre y deslumbrado por los oropeles de una jet set endogámica, frívola, superficial y altiva que no le deja entrar en su exclusivo mundo. “El Gran Gatsby” es mucho más, narra la decadencia de un tiempo y nos muestra por qué se produjo, y es perfectamente trasladable a la actualidad, aquellos 20 podrían ser los 80, y el crack del 29, por desgracia, nuestro crack actual, (crucemos los dedos para que no estalle el combate). Muestra un retrato sociológico fidedigno, valiente y sincero, aunque como una de mis compañeras apuntó, sólo muestre un fragmento de la sociedad de entonces ¿representativo o irrelevante?, la respuesta se la dejo a cada lector. Fitzgerald fue juez y parte de ese estrato social, y su escritura hacía simbiosis con su vida, la frontera se diluía sin que el préstamo biográfico le hiciera perder valor artístico a su obra ni le eliminase la creatividad porque la literatura no sólo fue su talento, por encima de todo fue su razón de ser, su obsesión, su realidad.

AMBICIÓN, AVARICIA. (¿Cuál era o sigue siendo la composición del sueño americano?)
El gran Gatsby” habla de ambición, de avaricia, (el matiz semántico importa, la ambición como meta u objetivo a conseguir, la avaricia como acumulación), de ansiar y amar un tipo de vida pero no a quien te la proporciona, de sentimientos encontrados, universales, colectivos e individuales y sobre todo tira de la manta del tan traído y llevado sueño americano para que veamos el bluff que hubo debajo, de cuya participación el autor no se excluyó. La novela de Fitzgerald habla del concepto del triunfo americano tan a menudo confundido con el éxito, la moda y la notoriedad. Pero sobre todo  muestra una exquisita sensibilidad y honradez poco habituales en la prosa de ayer y de hoy, hay mucho vende mantas que disimula los trucos floreando, es muy difícil escribir con sencillez porque requiere eliminar las tentaciones de impactar con efectismos embaucadores.

EL AMOR (y sus complejos ingredientes)
Jay Gatsby es consciente de las características de la mujer a la que ama, gata de lujo decorativa, doméstica y cobarde, aún así cree en ella y en su amor correspondido e ingenuamente se propone rescatarla como caballero andante de un matrimonio fallido, por eso, cuando Carraway  intenta definir el encanto de la voz de Daisy, él afirma con contundencia: -Su voz está llena de dinero. Y es que toda la vida he pensado que lo que más le duele a un ser humano es el menosprecio con todas las derivaciones que conlleva, ese dolor permanece y sólo cicatriza y desaparece cuando al afrentado le piden perdón por el daño. Tal vez él ya haya perdonado de antemano mostrando comprensión por la debilidad ajena, al fin y al cabo no se puede luchar contra los sentimientos y es frecuente amar a quien no se lo merece, pero para resarcir de verdad y que se haga justicia es necesario que esa confirmación sea pronunciada en voz alta, dando la cara, afrontando. Y esa es la belleza de esta novela que coloca a todo el mundo en su sitio sin eliminar las sombras y mezquindades de todos ellos, subrayando a la vez las razones de por qué son así, víctimas y presos de la forma de vida que ellos mismos han creado desencantados, frustrados en busca de evasiones que les dejan insatisfechos porque aunque parezca una perogrullada y un tópico sigue siendo cierto que las cosas no sustituyen a las personas, ni la soledad la disipa el tumulto, al contrario la subraya.
El Gran Gatsby” comienza con un consejo que el narrador –Nick Carraway- recibió de su padre: “Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti.”
Fitzgerald escarba para encontrar la grandeza en quien se supone que no la tiene porque delinque, ya que el lector intuye desde el principio que Gatsby es contrabandista y trabaja fuera de la ley, -la novela está situada en el tiempo de la ley seca, pelotazo oportunista para quienes sacaron tajada de la clandestina situación-, en cambio se la quita a los “bien vistos” que refugiados en su dinero y sus privilegios encubren sus veleidades jugando con los sentimientos y la integridad de quienes han dado hasta la vida por ellos. Los Buchanan, “los niños bien”, no van en serio. La cruel Mirtle y Gatsby, sí. Para encamarse no se hacen ascos a andar revueltos, pero a la hora de desayunar cada mochuelo a su olivo y el borrico en la linde que mezclar no es bueno y éstos eran de ginebra sin cesar, eso sí, servida en copa de cóctel.

ADVENEDIZO (¡fuera de mis dominios!)
Hay una peliaguda pregunta que surge de esta novela, Gatsby llega a superar con creces cualquier posesión que pudiera ostentar la gente que lo deslumbró y sin embargo jamás será aceptado, ¿cuáles son los ingredientes endogámicos de esas personas que expulsan y tildan de advenediza a gente que bien podría alimentarles?, y ya saliéndome del libro mi interrogación es ¿por qué aún estando en las últimas esa “clase” de personas sigue mostrando altanería aunque no tenga inconveniente en chupar del plebeyo frasco?, ¿qué demonios es un aristócrata?, ¿qué puñetero invento es la alta sociedad?, ¿quién coloca en esas pompas de jabonosa vanidad a tanto ególatra inflamado? Que yo sepa nadie sabe caminar en vertical. ¿Quién ha dicho que admirar a otro implique necesariamente que haya que rendirle pleitesía?, tú tienes algo apreciable yo tengo algo notable, para eso estamos, para valorarnos en plano de igualdad, que alguien diga que tus ojos son hermosos no significa que los suyos sean feos, ya sé que son matices tontos pero de vez en cuando hay que leer la cartilla empezando por la A, y vuelvo a reiterar: no hay que situarse ante nadie en condición de inferioridad o seremos tratados como inferiores y la culpa será nuestra. La humildad no equivale a ser acomplejado, para eso está el intercambio de saberes, tú necesitas lo que sé, yo necesito lo que tú sabes.

FICCIÓN Y REALIDAD (a vertiginoso ritmo de jazz)
Durante muchos años al igual que los protagonistas de su novela vivió junto a su mujer Zelda por encima de sus posibilidades, de fiesta en fiesta, pidiendo anticipos a su agente literario y malvendiendo su talento por entregas a revistas que no sabían valorarlo. Se ganó a pulso pertenecer a la generación perdida a ritmo de jazz -el sonido desasosegado que de algún modo expresaba la zozobra intuida de un tiempo entre dos guerras-. Quienes han salido de una contienda necesitan esparcirse, tal vez por ello vivan como si fueran a morir al día siguiente, o quieran ahuyentar a los fantasmas con alcohol y desenfreno para desquitarse. Scott Fitzgerald cayó finalmente en el alcoholismo y Zelda, su esposa, en la locura, aunque es más que posible que un tercero en discordia precipitase el declive.

EL TERCERO EN DISCORDIA (es decir Hemingway)
Scott Fitgerald sentía devoción por Ernest Hemingway, siempre se comportó con él como un discreto y gran amigo al que nunca quiso hacer sombra. Escritos de otros observadores de aquel tiempo no dejan muy bien parado al premio nobel, que, a diferencia de Scott, no perdía ocasión para desprestigiarle a sus espaldas aludiendo a su falta de aguante con el alcohol, atacando su virilidad con burlas soeces primitivas y simplonas, culpando a Zelda por su caída, fanfarroneando de macho, aireando sus conquistas, aumentando el valor de sus hazañas... Nunca agradeció públicamente la ayuda prestada por Scott incluso en la corrección de sus primeros manuscritos, tampoco que le pusiera en contacto con el ambiente literario y con su editor Max Perkins, un hombre que por suerte entendía de literatura pero no era vanidoso, no pretendía ser el escritor, como les ocurre a algunos que debido a ese deseo frustrado machacan, se sentía orgulloso de su papel, de ser la parte necesaria e imprescindible para la divulgación, y aunque todo es opinable y depende del biógrafo que escojas es más que posible que Hemingway envidiara en secreto a Fitzgerald porque sus descalificaciones fueron despiadadas, desmedidas, incluso hasta después de muerto lo despellejó o eso pretendía. Gertrude Stein le paró los pies en una ocasión durante un encuentro en su casa de París estando ambos escritores presentes, en aquella sala le vaticinó que sin la parafernalia que desplegaba alrededor, su literatura no perduraría y sin embargo la de Fitzgerald sí, y que cuando muriera y desapareciera la aureola de engreimiento que se había creado su obra no se sostendría. Tal vez supo venderse como escritor de moda representante de su tiempo, como un innovador aguerrido y patriótico convenciendo hasta al mismo Fitzgerald en su peor momento personal de que era un modelo a seguir como hombre y como artista. Lo cierto es que yo coincido con Stein, hasta su literatura me parece fanfarrona y fácil, y siempre le veo y le oigo a él,  mientras que la de Fitzgerald me resulta bella, profunda y sutil, guarda las proporciones perfectas en la composición, en el ritmo… y sobre todo en la esencia de lo que quiere decir. Late. En una novela de Fitzgerald entras porque el universo está construido, lo ves, paseas por él, y el autor desaparece, en una de Hemingway escuchas a un contador, le oyes a él quedándote fuera. En cualquier caso va en gustos, no soy original ni la única que lo dice, hay más gente de su tiempo y del mío que opina lo mismo y lo expresa con mayor brillantez, y que conste que no desmerezco su toma de posición como periodista, sus adscripciones políticas, la solidaridad hacia los republicanos de nuestro país durante la guerra civil, su amor por Cuba… posturas que sin duda comparto, simplemente las separo de la obra de un autor. La vida es curiosa, siempre termina por hacer justicia, lo que ocurre es que a nosotros, tan efímeros, nos parece que la imparte a destiempo, en cualquier caso no se me ocurriría restarle valor a Hemingway como escritor, pero sí me molesta, si es que es verdad lo que dijeron sus coetáneos, que fuera tan dañino en lo personal con alguien que lo amó con lealtad durante toda su corta vida y lo consideró siempre un amigo.

INMORTALIDAD
Zelda y Scott murieron sin conocer la gran trascendencia de esta novela que ha traspasado las fronteras temporales convirtiéndose en un testimonio de desesperanza, desencanto y pérdida de fe universales e identificable en todo el planeta, pero en su día tuvo un éxito relativo ya que los norteamericanos querían dejar atrás la década que trajo la gran depresión y corrieron un tupido velo para ocultar cualquier detalle que les recordase los orígenes de la tremenda crisis económica, y tildaron de caducas sus páginas, no sabían entonces que el libro sería un referente para las jóvenes generaciones de los años cincuenta (otra vez “canciones para después de una guerra”).

LA DESESPERANZA
Scott Fitzgerald con Zelda, su esposa.
Cuando en la novela George Wilson, el marido de Mirtle, le dice a su esposa “a mí me puedes engañar pero a Dios no, Él te ve” –perdón por citar de memoria y no textualmente- señalando el cartel de un oculista en el que tras unas gafas aparece la inquisitiva mirada, y ella le responde: “eso es un anuncio”, el sarcasmo es significativo y me aventuro a opinar que probablemente proviene de Fitzgerald, un muchacho descreído que sin embargo seguía siendo respetuoso desde el sedimento de su moral y educación cristianas del que no supo o no quiso desprenderse. Scott se educó en internados católicos –digo muchacho porque nació en 1896 y escribió “El gran Gatsby” en 1925, así que joven era, y en estos tiempos añadiríamos que precoz porque ya en 1920 había publicado “A este lado del paraíso”.

PARALELISMOS.
De status considerado “inferior” al de su esposa Zelda, la belleza sureña, la hija de una “familia bien” de Alabama  es más que posible que, como Gatsby, quisiera darle todo aquello a lo que estaba acostumbrada. Ella al igual que Daisy le rechazó en un principio y Francis Scott Key Fitzgerald también abandonó los estudios –igual que su personaje- para incorporarse al ejército. Su vida real como ya he dicho siempre estableció paralelismos con sus novelas. La pareja se unió definitivamente cuando él volvió. Ella también era escritora, tal vez con peor suerte, o con menos deseos de “triunfar”. Se podría pensar en un principio que su disipada vida les condujo al alcoholismo y a la locura. Zelda finalmente desarrolló una esquizofrenia que le obligó a peregrinar por distintos y carísimos hospitales psiquiátricos hasta el fin de sus días, (por tanto es más que posible que la fama de la lapidación de fortuna se contradiga con este dato ya que Scott pagó religiosamente todos sus internamientos aún teniendo nueva pareja). Zelda murió en el incendio del último psiquiátrico en Asheville, Carolina del Norte. Ocho años antes un fulminante ataque al corazón acababa con la vida de Scott. Sus relaciones fueron turbulentas y ambos tuvieron amantes. Visto desde fuera podría parecer que ella le arrastró a esa vorágine festiva dada su ascendencia, sin embargo gracias a la recuperación de algunas cartas y diarios sabemos que a esta joven esposa desde el principio de su relación le asustaba que el mundo de la fama pudiera estropear el talento de su marido. Acusaba a la madre de Scott por haberle inculcado esos aires de grandeza, actitud y sentimiento quizá discutibles por pertenecer a intereses encontrados ya que la disputa territorial entre suegras y nueras es muy común desde que el mundo es mundo, pero sus palabras arrojan luz sobre las falsas apariencias.
Zelda también odiaba el concepto yankee del éxito. Y detestaba a Hemingway. Ella no compartía la capa de deslumbramiento que cegaba a Scott, La inquina era mútua, ambos se tenían calados, con Zelda no servía la seducción de Ernest, nunca formó parte de su público, ni de su séquito de aduladores. Hemingway la culpaba del derrumbe de su “amigo” y ella le servía como excusa para despotricar y de paso ponerle en evidencia.
¿Qué arrastró al alcoholismo a Fitzgerald?, ¿la esquizofrenia de Zelda por la que se sintió tan culpable?, ¿la inseguridad propia de los escritores complejos que saben asomarse al lado oscuro y a las múltiples facetas del alma? No lo sé. Quizá ambos fueron enfermos desde un principio y sólo en la proximidad de sus locuras se comprendieron por la ley de la atracción, pero ya se sabe que ese imán es un incendio en el que pereces, son las brasas, los rescoldos del ni contigo ni sin ti, hasta su muerte fue una metáfora de fuego y de consumo.

REQUIEM
A su modo se amaron siempre; en 1974 los enterraron al fin en la misma tumba de Rockville, Maryland; el epitafio es el final de “El Gran Gatsby”: “Y seguimos adelante botes contra corriente empujados incesantemente hacia el pasado”.

CINE Y RESURECCIÓN (vivos para siempre)
A lo largo de décadas, desde que fue editada, ha inspirado cuatro películas, la más conocida para nosotros es la que dirigió Jack Clayton en 1974, cuyo guión realizó Francis Ford Coppola, -es impresionante la milagrosa capacidad que tuvo para trasladar el libro a imágenes prácticamente al pie de la letra, y  toda la majestuosa puesta en escena, vestuario, interiores y exteriores… fue protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow. Hasta que se llegó a estos actores hubo un complicado casting del que otro día hablaremos, la crítica fue dura con los silencios forzados entre Redford y Mía Farow, a ella la vieron sobreactuada, en mi opinión se limitó a entender el personaje y Daisy era así: postiza. Precisamente en este momento esperamos para mayo de 2013  el estreno de la cuarta, la nueva versión dirigida por Bard Luhrmann e interpretada por Leonardo DiCaprio. Sería bonito que los dos, Zelda y Scott, pudieran verla un siglo después.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro en el que habremos leído “Las correcciones” de Jonathan Franzen y entre medias habremos visto unas cuantas películas que os iré anunciando.
Pili Zori

"CINEMA PARADISO", película de Giuseppe Tornatore


La declaración de amor al cine más hermosa que un cineasta haya escrito jamás. Y para muestra el final: Tornatore se lo come a besos, literalmente.
“Cinema Paradiso” es una marca generacional. Tengo exactamente la misma edad de Giuseppe Tornatore, y asistí al antes y al después de que las maravillosas y enormes salas de cine fueran convertidas en aparcamientos o macro discotecas. Más tarde vinieron los videoclubs, los multicines… Otros tiempos, no mejores ni peores, distintos (todo tiene ventajas e inconvenientes, gracias al dvd podemos poseer joyas de incalculable valor como ésta, sin tener que confiarlas sólo a la memoria). En aquel tiempo las largas filas para comprar la entrada ya constituían en sí mismas parte del ritual, del punto de encuentro, el cine era un centro neurálgico que propiciaba la relación social -colectiva y pública- durante la espera; luego en el interior y protegidos por la oscuridad oscilante de la sala se desarrollaba la parte privada e íntima, la experiencia personal apenas rota por algún que otro comentario en voz baja con el acompañante de al lado; quienes iban en cuadrilla solían ser más notorios y molestos, -nunca terminaré de entender por qué en grupo se desarrolla la necesidad de ser más ruidoso, de hacerse notar- pero el cine también propiciaba la relación de pareja atenuando cómplice con sus cobijos en sombra la timidez; allí se aventuraba para algunos la primera caricia en la mano, el avance por el respaldo hacia el hombro, el primer beso… y para los más osados y bajo gabardinas o abrigos otros preliminares o escarceos más clandestinos. El cine enseñaba a sentir, invitaba a viajar, ampliaba “horizontes lejanos” y también cercanos –matizo lo de cercanos, con permiso de Mr. Anthony Mann, para que no sean siempre los americanos quienes marquen la línea del confín.
No soy nostálgica, tal vez porque tengo una memoria hostil que al lado de lo bueno siempre me adosa lo malo y por ello mirar hacia atrás a menudo me produce tortícolis, pero en este caso Tornatore me presta su voz y el sentimiento y la actitud selectivos que me gustaría tener para recordar, por aquello de que “La melancolía es la felicidad de estar triste” que diría Monsieur Hugo.
Es posible que para mirar hacia atrás nuestro cine sea más escabroso y árido, y que los italianos sepan sufrir y asumir mejor que nosotros su pasado. Lo cierto es que también tuve la suerte de ver “El hombre de las estrellas” y recuerdo haber exclamado lo mismo, “¡Qué bien sabe contar Tornatore la dureza a través de la ternura!” Pero dejo la cháchara que ya ha sonado el timbre y vamos a entrar.

Vemos el esplendor del Mediterráneo desde la terraza de una casa, el color turquesa del oleaje inunda las retinas de los espectadores y la cálida brisa topa con los rostros y los acaricia. La cámara retrocede hacia el interior de la vivienda y sobre una mesa contemplamos un centro con frutas, otro frutero similar descansará en otro tablero más humilde del pasado para crear el enlace entre los dos extremos del enorme flashback que nos hará trasladarnos cuarenta años atrás. Por la esquina de la pantalla aparece una señora mayor, casi anciana, con el cabello gris recogido en un moño, viste ropa oscura y sencilla de andar por casa, está haciendo una llamada telefónica a su hijo para comunicarle que Alfredo ha muerto; su hija, una mujer también madura intenta disuadirla diciendo algo así como “no te molestes mamá, si en treinta años no ha venido…” -perdonad la falta de exactitud- pero de nuevo las palabras sólo sirven de apoyo, lo relevante es que el personaje de la hermana sólo sirve de excusa en este caso para entregarnos el dato cronológico, la explicación de la ausencia se desarrollará más tarde, pero  el espectador en ese momento se pregunta ¿por qué lleva treinta años sin ir a ver a su madre y a su hermana, sin volver a su lugar de origen? El primer elemento de intriga está servido y además nos sitúa en el tiempo y en el espacio. La noticia la recibe en Roma otra mujer joven y por la forma de transmitir más tarde el mensaje al hombre enseguida intuimos que no se trata de una pareja de larga duración. Al introducirse en la cama de la suntuosa alcoba, Salvatore (Jacques Perrin), que ya peina canas, comienza a evocar.
Sus recuerdos nos llevan a una pequeña villa bastante derruida de Sicilia, Giancaldo, pronto sabremos gracias a la extraordinaria capacidad descriptiva del director que nos hemos trasladado a finales de la década de los cuarenta del s. XX, aún vemos en la aldea los estragos y ruinas: la segunda guerra mundial acabó hace apenas unos años (el pueblecito en el que se filmó “Cinema Paradiso” en realidad se llama Palazzo Adriano, los decorados ya no están pero la fuente es inconfundible, las escenas de playa se rodaron en otro llamado Cefalu, lo comento por si queréis recrear los lugares). Prosigo. La plaza nos mostrará la vida de la aldea, en ella se encuentran los edificios más emblemáticos: el ayuntamiento, la escuela, la iglesia… en su centro se montará el mercado un día a la semana, se producirán las contrataciones de los jornaleros, de ella partirán los autobuses... los cambios que a lo largo de la película veremos nos harán notar el paso del tiempo.
Entramos en  la iglesia en la que el pequeño Totó (Salvatore Cascio) hace de monaguillo. A menudo se duerme por la hora tan temprana y porque en su casa se come poco, lo sabemos porque se lo dice al cura -es la primera misa que se celebra por la mañana con el templo vacío- sus cabezadas provocarán que el padre Adelfio (Leopoldo Trieste) pierda el hilo porque si no escucha el sonido de la campanilla no sabe continuar. Más adelante nos adentraremos en la escuela gobernada por la rigurosa maestra que armada con generosa regla para dar palmetazos y mano firme para amoratar las infantiles frentes a base de coscorrones contra el encerado no consigue, por fortuna, atormentar a los chiquillos. Totó es inteligente como una ardilla y se libra del martirio. Las críticas implícitas que contienen las imágenes no demuestran rencor, sólo enseñan las malas costumbres de un tiempo que aquellos críos se tomaron con grandes dosis de humor que les sirvieron de impermeable. Pero el edificio que preside la gran plaza sin duda es el Cinema Paradiso y dentro de él se encuentra la cabina desde la que Alfredo (Philippe Noiret, en uno de los papeles más brillantes y entrañables de su carrera) proyecta las películas. Al pequeño Salvatore, a quien todos llaman por el diminutivo, le interesa más el trabajo del proyeccionista que lo que ocurre en la pantalla. Así nacerá una relación paterno-filial en la que ambos, tutor y niño, se darán apoyo mutuo tanto a nivel afectivo como profesional, para muestra están las escenas en las que los dos han de hacer el examen que les permita obtener el graduado escolar. Alfredo no sabe algunas respuestas y Totó aprovecha la situación para proponerle el trato a través de gestos: le apuntará las soluciones si él accede a enseñarle el oficio.
Entre ellos se establece un amor inconmensurable que incluye la heroicidad: Totó le salva la vida, la escena es épica, como un pequeño David que esta vez salva a su amado Goliat arrastrándole por las escaleras; mientras todos corren huyendo del incendio el pequeño se adentra en él, pero me estoy adelantando, el incendio se producirá en el centro de la película y marcará el punto de inflexión y el salto adelante con un Salvatore ya adolescente interpretado por Marco Leonardi cuyo bellísimo rostro es recorrido por los amorosos dedos del invidente Alfredo. No sé exactamente cuál fue el nexo de unión que a mi juicio nada tiene que ver con lo físico, pero algo especial e interior cosió la interpretación del trío de actores, lo cierto es que consiguieron parecer el mismo sin la ayuda de rasgos, marcas o gestos comunes, hubo algo anímico que supieron unificar y que hizo la simbiosis absolutamente verosímil. Pero volvamos a la infancia de Totó, en esa parte el tiempo transcurre lento, contemplativo como corresponde a la vida sin responsabilidades.
La mañana anterior al “estreno”, el cura armado de campanilla entra en la sala vacía dispuesto a censurar como un poseso a base de campanillazos. La película es mutilada beso a beso, porque la sutileza del pobre hombre no da para más. Por la tarde Giuseppe Tornatore nos presentará a todo el pueblo de Giancaldo sentado en la sala, la gente acomodada y trajeada arriba, en el anfiteatro y la humilde abajo, en platea, con vestimentas más sencillas (imagino que el director lo dispuso así para facilitar la idea de estrato social alto o bajo, en mi ciudad si no recuerdo mal creo que la platea o patio de butacas era la parte cara y anfiteatro o zona de gradas la más barata. Allí veremos enamorarse a un espectador de los de abajo de una muchacha de las de arriba, durante un tiempo él pasará a ocupar la parte alta junto a ella, más adelante y ya con niños nos encontraremos con los dos abajo y deduciremos que ella al casarse se trasladó al mundo de él, “el hombre mandaba, traía el dinero a casa y a él se le seguía”. A estos detalles me refería al decir que la narración es descriptiva, y que los diálogos aún siendo muy importantes pasan a un segundo plano de refuerzo, las imágenes llevan las riendas y comprendemos la película a través de ellas.
En la segunda etapa en la que el generoso Nunzio dedica su premio de la lotería a reconstruir el edificio del Cinema Paradiso tras el incendio la iglesia pierde ya su poder, y las películas al fin son proyectadas sin cortes ni censuras, y hasta el cura en la inauguración -ya no a solas sino junto a todos los demás habitantes del pueblo- se deja llevar por el sensual baile de Silvana Mangano. La situación es ambigua porque el pobre hombre hace amago de usar la ya inexistente campanilla para censurar y al mismo tiempo está fascinado. En otras sesiones veremos cómo cerca de la puerta de salida una prostituta ejerce el viejo oficio sin apenas disimulo, el color llena la pantalla.
Es inolvidable el personaje que va contando los diálogos de los actores que aparecen en pantalla en voz alta como un eco simultáneo y con las mejillas llenas de lágrimas, los sabe de memoria por todas las veces que ha visto la cinta. Esa devoción que le hace entrar en las vidas de los personajes, transmutar para convertirse en ellos es la mejor definición de los efectos primarios y secundarios que produce el cine cuando penetra en nosotros, cuando nos lo tomamos.
Hay una escena muy importante, tanto que fue colocada en la carátula, se trata de la secuencia en la que Totó elige el camino de Alfredo que va en dirección contraria al del cura fingiendo que se ha hecho daño en un pie, es crucial y significativa. La imagen tan perfectamente empastada del pequeño casi envuelto por la gran figura de Noiret sobre la bicicleta está llena de felicidad real por estar juntos. A partir de ella quedan unidos para siempre.
En una emotiva sucesión de secuencias veremos a Alfredo transmitiéndole el conocimiento en esa preciosa relación iniciática de mayor con joven o joven con mayor porque el enriquecimiento es mutuo. Sentados en el escalón de una puerta cuando Salvatore ya es adolescente y el proyeccionista le cuenta el relato de los cien días para que aprenda a luchar por el amor y ejercite la paciencia… Dándole el estímulo y el empuje necesarios para que el joven salga del pueblo, para que no desperdicie su talento y pueda desarrollarlo, sentiremos la renuncia de un padre que echa al gorrión del nido para que vuele, no tenían la misma sangre pero los dos se eligieron como adoptivos.
En la película se produjeron complicidades que no se dan sólo por las pautas de un director, algo más importante trascendió desde el ambiente del ensayo y el rodaje, y esa es la clase de atmósfera cómplice que si la sabe crear un cineasta convierte al largometraje en una obra de arte imperecedera.
Tampoco olvidaremos la casa de Totó con esa habitación única en la que las camas están a la vista, se nos grabará para siempre la imagen del niño jugando en la mesa con los fotogramas cortados mientras inventa la trama y los diálogos que su madre escucha embelesada al mismo tiempo que cose, es imposible no recordar a mi hermano y a los chicos del barrio ganando y perdiendo en los juegos de chapas o canicas aquellos trocitos que se vendían sueltos y que ellos llamaban películas. Las chicas coleccionábamos postales de artistas, que comprábamos en los puestos verdes de San Gil, ya no lo recordaba.
Parece mentira que seamos tan parecidos: sentí un escalofrío cuando vi a los niños del Cinema Paradiso darse golpecitos en la boca para imitar el ruido de los indios, aquí hacíamos lo mismo en las sesiones infantiles.
Contemplar este film propone un juego de prolongación y de matrioska infinita, de cine dentro de cine: cuando la pongamos en la sala del centro de mayores de Ibercaja observaremos desde nuestras butacas a otras personas que a su vez y dentro de la pantalla mirarán una película, la misma que veíamos nosotros en aquellos años, y la sensación será bonita: la imagen de ellos iluminados desde atrás por el brillante polvo de estrellas que sale de la cabina -por la boca amenazante y abierta del león de madera- en un haz cónico y la de frente recibiendo la luz que proviene de la pantalla, (a mí que no entiendo de recursos cinematográficos me parece un logro extraordinario del director de fotografía Blasco Giurato si tenemos en cuenta que al principio los largometrajes que se reflejan en las caras son en blanco y negro y hay que crear la misma gama cromática) esa pantalla que ellos miran y que no vemos alumbrará sus rostros encendidos de emociones que irán creando un vínculo intemporal con los nuestros por la empatía y el contagio de ver los suyos, dicho con palabras parece un galimatías pero el engranaje mágico de focos rebotará y se multiplicará como en un juego de espejos.
Cuando Giuseppe Tornatore realizó esta película en 1988 tenía 32 años, creo que el dato es más que importante por el grado de madurez que demostró no sólo para recordar y moverse con maestría en flashback sino para intuir el flashforward que no había vivido, tuvo que inventar un futuro para los protagonistas cuarenta años más tarde, ese futuro en cuanto a cambios físicos era su presente en ese momento, por tanto apenas necesitaría labor documental, le bastó con retratar la Sicilia de finales de los 80, salir en tren de joven y volver en avión de mayor, pero lo que no podía conocer es lo que sentiría alguien cuarenta años después porque él aún no los tenía.
El Cinema Paradiso antes y después
La película era más larga, he podido rescatar a través de internet las escenas eliminadas, creo sinceramente que sí le sobraban, pero lo menciono por hacer justicia a la actriz que desaparece. En ellas hay un encuentro con Elena -ya madura, casada y con una hija- que explica las razones de su desaparición. Alfredo queda peor parado en cuanto a la manipulación que ejerció sobre ambos jóvenes: con el fin de que Salvatore pudiera desarrollarse en Roma sin obstáculos le ocultó que ella fue a buscarle a la cabina y dejó una nota con la nueva dirección. Elena, el primer y único amor verdadero y truncado de Totó del que se engancha para toda la vida.
También el actor Jacques Perrin vio mermado su trabajo, pero lo cierto es que esa parte habría desorientado porque rompe el estilo, el ritmo, el equilibrio y la poesía, redunda y explica lo innecesario y el resultado habría sido una película dentro de otra, sin embargo creo sinceramente que en esos trozos eliminados está el germen, el punto de partida para otro largometraje igual de hermoso. Supongo que cuando ocurre algo así resulta duro comunicar el tijeretazo, desconozco esas trastiendas. Pero en este caso menos fue más y la decisión de acortar muy correcta.
Confieso que me puse a especular sobre las escenas eliminadas e imaginé que tal vez esa parte desechada fuera un préstamo autobiográfico y que por esa razón se habría emperrado el director en editarlo de todas maneras aunque fuera de forma anexa. Me dije que quizá pudo querer dejar para una mujer real esa especie de mensaje cifrado sobre lo que pudo ser y no fue por falta de datos o indecisión.
No sé, hay algo en esa declaración de amor tardía que no cuadra, la tierra no se traga a las personas y tampoco es difícil buscar a alguien en un mismo país, si Salvatore hubiera querido habría podido encontrar a Elena antes, así que de nuevo recordé los treinta y dos años que el autor tenía cuando realizó esta película y que el concepto del tiempo es relativo y según la edad que se tenga se acorta o se alarga y me reproché que si a mí no me gusta que me atribuyan como autobiográfico lo que les ocurre a los personajes de mis libros ¿por qué estaba elucubrando sobre Tornatore y faltando a su imaginación y a su capacidad creativa?, las historias pueden ser referidas, imaginadas, soñadas, basadas en... o un cóctel de todo junto. No es necesario que lo que el espectador ve haya sucedido para que sea o no real. Lo real se nutre de lo imaginario y viceversa. Real es la forma de crear, de sentir, de mirar y esa es la esencia que un maestro como él destila en su cine.
Hacía tiempo que nadie me recordaba que el buen cine no sólo me gusta, también me hace muy feliz. Así que gracias señor Tornatore.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili Zori