"CINEMA PARADISO", película de Giuseppe Tornatore


La declaración de amor al cine más hermosa que un cineasta haya escrito jamás. Y para muestra el final: Tornatore se lo come a besos, literalmente.
“Cinema Paradiso” es una marca generacional. Tengo exactamente la misma edad de Giuseppe Tornatore, y asistí al antes y al después de que las maravillosas y enormes salas de cine fueran convertidas en aparcamientos o macro discotecas. Más tarde vinieron los videoclubs, los multicines… Otros tiempos, no mejores ni peores, distintos (todo tiene ventajas e inconvenientes, gracias al dvd podemos poseer joyas de incalculable valor como ésta, sin tener que confiarlas sólo a la memoria). En aquel tiempo las largas filas para comprar la entrada ya constituían en sí mismas parte del ritual, del punto de encuentro, el cine era un centro neurálgico que propiciaba la relación social -colectiva y pública- durante la espera; luego en el interior y protegidos por la oscuridad oscilante de la sala se desarrollaba la parte privada e íntima, la experiencia personal apenas rota por algún que otro comentario en voz baja con el acompañante de al lado; quienes iban en cuadrilla solían ser más notorios y molestos, -nunca terminaré de entender por qué en grupo se desarrolla la necesidad de ser más ruidoso, de hacerse notar- pero el cine también propiciaba la relación de pareja atenuando cómplice con sus cobijos en sombra la timidez; allí se aventuraba para algunos la primera caricia en la mano, el avance por el respaldo hacia el hombro, el primer beso… y para los más osados y bajo gabardinas o abrigos otros preliminares o escarceos más clandestinos. El cine enseñaba a sentir, invitaba a viajar, ampliaba “horizontes lejanos” y también cercanos –matizo lo de cercanos, con permiso de Mr. Anthony Mann, para que no sean siempre los americanos quienes marquen la línea del confín.
No soy nostálgica, tal vez porque tengo una memoria hostil que al lado de lo bueno siempre me adosa lo malo y por ello mirar hacia atrás a menudo me produce tortícolis, pero en este caso Tornatore me presta su voz y el sentimiento y la actitud selectivos que me gustaría tener para recordar, por aquello de que “La melancolía es la felicidad de estar triste” que diría Monsieur Hugo.
Es posible que para mirar hacia atrás nuestro cine sea más escabroso y árido, y que los italianos sepan sufrir y asumir mejor que nosotros su pasado. Lo cierto es que también tuve la suerte de ver “El hombre de las estrellas” y recuerdo haber exclamado lo mismo, “¡Qué bien sabe contar Tornatore la dureza a través de la ternura!” Pero dejo la cháchara que ya ha sonado el timbre y vamos a entrar.

Vemos el esplendor del Mediterráneo desde la terraza de una casa, el color turquesa del oleaje inunda las retinas de los espectadores y la cálida brisa topa con los rostros y los acaricia. La cámara retrocede hacia el interior de la vivienda y sobre una mesa contemplamos un centro con frutas, otro frutero similar descansará en otro tablero más humilde del pasado para crear el enlace entre los dos extremos del enorme flashback que nos hará trasladarnos cuarenta años atrás. Por la esquina de la pantalla aparece una señora mayor, casi anciana, con el cabello gris recogido en un moño, viste ropa oscura y sencilla de andar por casa, está haciendo una llamada telefónica a su hijo para comunicarle que Alfredo ha muerto; su hija, una mujer también madura intenta disuadirla diciendo algo así como “no te molestes mamá, si en treinta años no ha venido…” -perdonad la falta de exactitud- pero de nuevo las palabras sólo sirven de apoyo, lo relevante es que el personaje de la hermana sólo sirve de excusa en este caso para entregarnos el dato cronológico, la explicación de la ausencia se desarrollará más tarde, pero  el espectador en ese momento se pregunta ¿por qué lleva treinta años sin ir a ver a su madre y a su hermana, sin volver a su lugar de origen? El primer elemento de intriga está servido y además nos sitúa en el tiempo y en el espacio. La noticia la recibe en Roma otra mujer joven y por la forma de transmitir más tarde el mensaje al hombre enseguida intuimos que no se trata de una pareja de larga duración. Al introducirse en la cama de la suntuosa alcoba, Salvatore (Jacques Perrin), que ya peina canas, comienza a evocar.
Sus recuerdos nos llevan a una pequeña villa bastante derruida de Sicilia, Giancaldo, pronto sabremos gracias a la extraordinaria capacidad descriptiva del director que nos hemos trasladado a finales de la década de los cuarenta del s. XX, aún vemos en la aldea los estragos y ruinas: la segunda guerra mundial acabó hace apenas unos años (el pueblecito en el que se filmó “Cinema Paradiso” en realidad se llama Palazzo Adriano, los decorados ya no están pero la fuente es inconfundible, las escenas de playa se rodaron en otro llamado Cefalu, lo comento por si queréis recrear los lugares). Prosigo. La plaza nos mostrará la vida de la aldea, en ella se encuentran los edificios más emblemáticos: el ayuntamiento, la escuela, la iglesia… en su centro se montará el mercado un día a la semana, se producirán las contrataciones de los jornaleros, de ella partirán los autobuses... los cambios que a lo largo de la película veremos nos harán notar el paso del tiempo.
Entramos en  la iglesia en la que el pequeño Totó (Salvatore Cascio) hace de monaguillo. A menudo se duerme por la hora tan temprana y porque en su casa se come poco, lo sabemos porque se lo dice al cura -es la primera misa que se celebra por la mañana con el templo vacío- sus cabezadas provocarán que el padre Adelfio (Leopoldo Trieste) pierda el hilo porque si no escucha el sonido de la campanilla no sabe continuar. Más adelante nos adentraremos en la escuela gobernada por la rigurosa maestra que armada con generosa regla para dar palmetazos y mano firme para amoratar las infantiles frentes a base de coscorrones contra el encerado no consigue, por fortuna, atormentar a los chiquillos. Totó es inteligente como una ardilla y se libra del martirio. Las críticas implícitas que contienen las imágenes no demuestran rencor, sólo enseñan las malas costumbres de un tiempo que aquellos críos se tomaron con grandes dosis de humor que les sirvieron de impermeable. Pero el edificio que preside la gran plaza sin duda es el Cinema Paradiso y dentro de él se encuentra la cabina desde la que Alfredo (Philippe Noiret, en uno de los papeles más brillantes y entrañables de su carrera) proyecta las películas. Al pequeño Salvatore, a quien todos llaman por el diminutivo, le interesa más el trabajo del proyeccionista que lo que ocurre en la pantalla. Así nacerá una relación paterno-filial en la que ambos, tutor y niño, se darán apoyo mutuo tanto a nivel afectivo como profesional, para muestra están las escenas en las que los dos han de hacer el examen que les permita obtener el graduado escolar. Alfredo no sabe algunas respuestas y Totó aprovecha la situación para proponerle el trato a través de gestos: le apuntará las soluciones si él accede a enseñarle el oficio.
Entre ellos se establece un amor inconmensurable que incluye la heroicidad: Totó le salva la vida, la escena es épica, como un pequeño David que esta vez salva a su amado Goliat arrastrándole por las escaleras; mientras todos corren huyendo del incendio el pequeño se adentra en él, pero me estoy adelantando, el incendio se producirá en el centro de la película y marcará el punto de inflexión y el salto adelante con un Salvatore ya adolescente interpretado por Marco Leonardi cuyo bellísimo rostro es recorrido por los amorosos dedos del invidente Alfredo. No sé exactamente cuál fue el nexo de unión que a mi juicio nada tiene que ver con lo físico, pero algo especial e interior cosió la interpretación del trío de actores, lo cierto es que consiguieron parecer el mismo sin la ayuda de rasgos, marcas o gestos comunes, hubo algo anímico que supieron unificar y que hizo la simbiosis absolutamente verosímil. Pero volvamos a la infancia de Totó, en esa parte el tiempo transcurre lento, contemplativo como corresponde a la vida sin responsabilidades.
La mañana anterior al “estreno”, el cura armado de campanilla entra en la sala vacía dispuesto a censurar como un poseso a base de campanillazos. La película es mutilada beso a beso, porque la sutileza del pobre hombre no da para más. Por la tarde Giuseppe Tornatore nos presentará a todo el pueblo de Giancaldo sentado en la sala, la gente acomodada y trajeada arriba, en el anfiteatro y la humilde abajo, en platea, con vestimentas más sencillas (imagino que el director lo dispuso así para facilitar la idea de estrato social alto o bajo, en mi ciudad si no recuerdo mal creo que la platea o patio de butacas era la parte cara y anfiteatro o zona de gradas la más barata. Allí veremos enamorarse a un espectador de los de abajo de una muchacha de las de arriba, durante un tiempo él pasará a ocupar la parte alta junto a ella, más adelante y ya con niños nos encontraremos con los dos abajo y deduciremos que ella al casarse se trasladó al mundo de él, “el hombre mandaba, traía el dinero a casa y a él se le seguía”. A estos detalles me refería al decir que la narración es descriptiva, y que los diálogos aún siendo muy importantes pasan a un segundo plano de refuerzo, las imágenes llevan las riendas y comprendemos la película a través de ellas.
En la segunda etapa en la que el generoso Nunzio dedica su premio de la lotería a reconstruir el edificio del Cinema Paradiso tras el incendio la iglesia pierde ya su poder, y las películas al fin son proyectadas sin cortes ni censuras, y hasta el cura en la inauguración -ya no a solas sino junto a todos los demás habitantes del pueblo- se deja llevar por el sensual baile de Silvana Mangano. La situación es ambigua porque el pobre hombre hace amago de usar la ya inexistente campanilla para censurar y al mismo tiempo está fascinado. En otras sesiones veremos cómo cerca de la puerta de salida una prostituta ejerce el viejo oficio sin apenas disimulo, el color llena la pantalla.
Es inolvidable el personaje que va contando los diálogos de los actores que aparecen en pantalla en voz alta como un eco simultáneo y con las mejillas llenas de lágrimas, los sabe de memoria por todas las veces que ha visto la cinta. Esa devoción que le hace entrar en las vidas de los personajes, transmutar para convertirse en ellos es la mejor definición de los efectos primarios y secundarios que produce el cine cuando penetra en nosotros, cuando nos lo tomamos.
Hay una escena muy importante, tanto que fue colocada en la carátula, se trata de la secuencia en la que Totó elige el camino de Alfredo que va en dirección contraria al del cura fingiendo que se ha hecho daño en un pie, es crucial y significativa. La imagen tan perfectamente empastada del pequeño casi envuelto por la gran figura de Noiret sobre la bicicleta está llena de felicidad real por estar juntos. A partir de ella quedan unidos para siempre.
En una emotiva sucesión de secuencias veremos a Alfredo transmitiéndole el conocimiento en esa preciosa relación iniciática de mayor con joven o joven con mayor porque el enriquecimiento es mutuo. Sentados en el escalón de una puerta cuando Salvatore ya es adolescente y el proyeccionista le cuenta el relato de los cien días para que aprenda a luchar por el amor y ejercite la paciencia… Dándole el estímulo y el empuje necesarios para que el joven salga del pueblo, para que no desperdicie su talento y pueda desarrollarlo, sentiremos la renuncia de un padre que echa al gorrión del nido para que vuele, no tenían la misma sangre pero los dos se eligieron como adoptivos.
En la película se produjeron complicidades que no se dan sólo por las pautas de un director, algo más importante trascendió desde el ambiente del ensayo y el rodaje, y esa es la clase de atmósfera cómplice que si la sabe crear un cineasta convierte al largometraje en una obra de arte imperecedera.
Tampoco olvidaremos la casa de Totó con esa habitación única en la que las camas están a la vista, se nos grabará para siempre la imagen del niño jugando en la mesa con los fotogramas cortados mientras inventa la trama y los diálogos que su madre escucha embelesada al mismo tiempo que cose, es imposible no recordar a mi hermano y a los chicos del barrio ganando y perdiendo en los juegos de chapas o canicas aquellos trocitos que se vendían sueltos y que ellos llamaban películas. Las chicas coleccionábamos postales de artistas, que comprábamos en los puestos verdes de San Gil, ya no lo recordaba.
Parece mentira que seamos tan parecidos: sentí un escalofrío cuando vi a los niños del Cinema Paradiso darse golpecitos en la boca para imitar el ruido de los indios, aquí hacíamos lo mismo en las sesiones infantiles.
Contemplar este film propone un juego de prolongación y de matrioska infinita, de cine dentro de cine: cuando la pongamos en la sala del centro de mayores de Ibercaja observaremos desde nuestras butacas a otras personas que a su vez y dentro de la pantalla mirarán una película, la misma que veíamos nosotros en aquellos años, y la sensación será bonita: la imagen de ellos iluminados desde atrás por el brillante polvo de estrellas que sale de la cabina -por la boca amenazante y abierta del león de madera- en un haz cónico y la de frente recibiendo la luz que proviene de la pantalla, (a mí que no entiendo de recursos cinematográficos me parece un logro extraordinario del director de fotografía Blasco Giurato si tenemos en cuenta que al principio los largometrajes que se reflejan en las caras son en blanco y negro y hay que crear la misma gama cromática) esa pantalla que ellos miran y que no vemos alumbrará sus rostros encendidos de emociones que irán creando un vínculo intemporal con los nuestros por la empatía y el contagio de ver los suyos, dicho con palabras parece un galimatías pero el engranaje mágico de focos rebotará y se multiplicará como en un juego de espejos.
Cuando Giuseppe Tornatore realizó esta película en 1988 tenía 32 años, creo que el dato es más que importante por el grado de madurez que demostró no sólo para recordar y moverse con maestría en flashback sino para intuir el flashforward que no había vivido, tuvo que inventar un futuro para los protagonistas cuarenta años más tarde, ese futuro en cuanto a cambios físicos era su presente en ese momento, por tanto apenas necesitaría labor documental, le bastó con retratar la Sicilia de finales de los 80, salir en tren de joven y volver en avión de mayor, pero lo que no podía conocer es lo que sentiría alguien cuarenta años después porque él aún no los tenía.
El Cinema Paradiso antes y después
La película era más larga, he podido rescatar a través de internet las escenas eliminadas, creo sinceramente que sí le sobraban, pero lo menciono por hacer justicia a la actriz que desaparece. En ellas hay un encuentro con Elena -ya madura, casada y con una hija- que explica las razones de su desaparición. Alfredo queda peor parado en cuanto a la manipulación que ejerció sobre ambos jóvenes: con el fin de que Salvatore pudiera desarrollarse en Roma sin obstáculos le ocultó que ella fue a buscarle a la cabina y dejó una nota con la nueva dirección. Elena, el primer y único amor verdadero y truncado de Totó del que se engancha para toda la vida.
También el actor Jacques Perrin vio mermado su trabajo, pero lo cierto es que esa parte habría desorientado porque rompe el estilo, el ritmo, el equilibrio y la poesía, redunda y explica lo innecesario y el resultado habría sido una película dentro de otra, sin embargo creo sinceramente que en esos trozos eliminados está el germen, el punto de partida para otro largometraje igual de hermoso. Supongo que cuando ocurre algo así resulta duro comunicar el tijeretazo, desconozco esas trastiendas. Pero en este caso menos fue más y la decisión de acortar muy correcta.
Confieso que me puse a especular sobre las escenas eliminadas e imaginé que tal vez esa parte desechada fuera un préstamo autobiográfico y que por esa razón se habría emperrado el director en editarlo de todas maneras aunque fuera de forma anexa. Me dije que quizá pudo querer dejar para una mujer real esa especie de mensaje cifrado sobre lo que pudo ser y no fue por falta de datos o indecisión.
No sé, hay algo en esa declaración de amor tardía que no cuadra, la tierra no se traga a las personas y tampoco es difícil buscar a alguien en un mismo país, si Salvatore hubiera querido habría podido encontrar a Elena antes, así que de nuevo recordé los treinta y dos años que el autor tenía cuando realizó esta película y que el concepto del tiempo es relativo y según la edad que se tenga se acorta o se alarga y me reproché que si a mí no me gusta que me atribuyan como autobiográfico lo que les ocurre a los personajes de mis libros ¿por qué estaba elucubrando sobre Tornatore y faltando a su imaginación y a su capacidad creativa?, las historias pueden ser referidas, imaginadas, soñadas, basadas en... o un cóctel de todo junto. No es necesario que lo que el espectador ve haya sucedido para que sea o no real. Lo real se nutre de lo imaginario y viceversa. Real es la forma de crear, de sentir, de mirar y esa es la esencia que un maestro como él destila en su cine.
Hacía tiempo que nadie me recordaba que el buen cine no sólo me gusta, también me hace muy feliz. Así que gracias señor Tornatore.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili Zori

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