"LA FLAQUEZA DEL BOLCHEVIQUE", película de Manuel Martín Cuenca

Pablo, un desencantado ejecutivo financiero de una empresa de inversiones, un lunes gris como  tantos otros, se desplaza en su coche por el habitual atasco de hora punta que se forma al comienzo de su jornada laboral –su automóvil es el único cubículo en el que se siente libre o, al menos, desinhibido para dar rienda suelta a sus frustraciones- en un momento de impaciencia se distrae intentando poner en su equipo de música “Yo, minoría absoluta” el octavo álbum del grupo Extremoduro: los temas que se escuchan reflejan su estado de ánimo. El descuido provoca que colisione con el flamante coche de delante, el daño es prácticamente invisible puesto que circulaban a cuarenta. Del ostentoso auto de color azul cobalto se apea Sonsoles, una pija con lengua viperina que le insulta y más adelante le denuncia (me resultó inevitable enlazar esta película con “Crash” largometraje del que también hablé en este blog, y que comparte la misma crispación y aislamiento urbanos envueltos en aceros, cristales y brillos metalizados de este deshumanizado tiempo nuestro). A partir de ese momento Pablo encuentra el canal de toda la ira contenida que acumula, y se dedica a averiguar la dirección del domicilio donde vive la mujer y el número de teléfono para acosarla de día y de noche y urdir así una venganza cobarde y encubierta. Pero al perseguirla aparecerá María, la hermana adolescente de Sonsoles, y el fogonazo de luz iluminará el vacío eclipsando por completo la furia.
Esta bellísima película, está basada en la novela homónima de Lorenzo Silva (premio Nadal 1997). Silva colaboró a su vez en el guión- tan difícil de escribir y de dirigir, por su delicadeza-. Sólo la mano maestra de un cineasta con pulso y sentido del equilibrio como Manuel Martín Cuenca fue capaz de conducirla, ya que el film se mueve en esos angostos y fronterizos recovecos emocionales que el ojo superficial podría confundir con morbosidad o pederastia, y nada más lejos. En cuanto vemos a una adolescente en relación con un adulto solemos denominar a la niña como “Lolita” y la pena para el gran Nabokov es que manoseamos el concepto vulgarizándolo y simplificándolo para rellenarlo con los maliciosos prejuicios que nos da la gana sin tener en cuenta la individualidad de aquella Lolita que por mucho que nos empeñemos no se puede universalizar, pero hay que ser valiente para conseguir que no quepa la menor duda de que esta historia en ningún momento va a contener el más mínimo desliz rijoso. El trazo de acuarela es limpio y certero porque toda la composición exige transparencia: dos soledades que se atraen y se encuentran en el agreste terreno de la inadaptación. Ella, María, con quince años de edad aún no ha traspasado el umbral hacia el mundo adulto,  pero ha visto unas cuantas muestras bastante sucias en la franja oscura e hipócrita en la que muchos de quienes lo habitan se mueven, naturalmente tiene sueños, y como cualquier joven espera ser distinta y encontrar el modo de triunfar con honradez. Pablo, en cambio, viene de vuelta, perdió las ilusiones y sanos objetivos por el camino y se dejó engullir. María representa el punto de partida del que él salió, el espejismo de la recuperación del tiempo perdido, el encuentro a deshora con el amor esencial y puro al que una vez aspiró.
No creo que se vuelva a dar en cine un hallazgo como el que protagonizaron María Valverde y Luis Tosar, (salvo el excepcional dueto de Scarlett Johansson y Colin Firth en “La joven de la perla” del que también dejé reseña en este mismo blog, eso sí, imbuido en otro contexto y con distinto  tratamiento del deseo y de la compenetración, que en aquel caso trataba de sensibilidades artísticas y de transmisión de conocimientos en una relación iniciática también de joven con mayor que incluía además un abismo insalvable por diferencia de clase). De Tosar era esperable. Afirmo sin caer en la exageración que pocos actores del cine mundial se le pueden equiparar, a ver si no quién sería capaz de extraer los matices que le regaló a Icíar Bollaín en “Te doy mis ojos” sin quedarse estigmatizado de por vida.
María Valverde obtuvo por “La flaqueza del bolchevique” el premio Goya a la actriz revelación, la entrega fue absoluta y su belleza conmueve por el instinto que transmite, por la fuerza de la inercia que a esa edad incontaminada te lleva hacia lo esencial, hasta lo verdadero, después el radar pierde precisión.
Al espectador, cuando asiste a interpretaciones tan magistrales ejecutadas con tan pocos años le da miedo que luego esos actores o actrices no puedan remontarlas; por fortuna después de ver a Juan Diego Botto en “Ovejas negras” parecía imposible que aquellos ojos abismales y apabullantemente oscuros que devoraban la pantalla pudieran volver a entregar tanta verdad, pero siguen haciéndolo. No he vuelto a ver trabajos de María Valverde aunque tengo entendido que su carrera también continúa imparable.
El elenco es extraordinario de principio a fin, se intuye que cada actor fue escogido con lupa para su papel, incluyendo la corta pero magistral intervención de los que han de llevar a cabo el triste desenlace de esta relación ¿imposible?
La mirada que Manuel Martín Cuenca hace de Madrid es bellamente forastera porque contiene el asombro de los que vamos a ver la ciudad llegando de otra, es una forma de mirar distinta a la de quienes viven en ella porque conserva el asombro, la sensación de descubrimiento y estreno, y aporta una comprensión más global.

Alfonso Parra, el director de fotografía, reflejó el alfombrado otoño madrileño del 2002 con una galería de paisajes que parecen una caricia de dorados, ocres y granates en la hojarasca mullida y crujiente a la vez que se depositó a los pies. Qué preciosidad, cada encuadre es único e irrepetible por la captura del instante, de la hora: las cinco de la tarde en el banco del parque, con esa luz brumosa y suave. Retrató los interiores lujosamente opresivos dejando que el espectador entrase en el vacío de las personas que dirigen las finanzas, en la crueldad de los fríos despidos, en las ataduras del dinero… Entre los tres, Manuel Martín Cuenca, Lorenzo Silva, y Alfonso Parra, metieron el dedo en la llaga social como vaticinio depredador de la devastación voraz que ahora, una década después, padecemos.
Y Roque Baños completó el cuarteto envolviendo con su música todas las piezas de visual narrativa poética, su composición –al servicio de la historia- subraya y enaltece la elegancia de los sentimientos. Para hablar de este gran compositor y de su talento reconocido en todo el mundo tendría que utilizar muchas páginas, os sugiero mejor que escuchéis cualquiera de sus bandas sonoras para cine, se os olvidará respirar.
Cada día me descubro ante un país que sin industria cinematográfica consigue estos milagros, y siento orgullo prestado por estas gentes tan altruistas, que con frecuencia engullimos entre palomitas, sin saber hacer la digestión.
La película comienza con el sonido estridente de la vorágine urbana; el rostro de Tosar muestra en todo momento la crispación contenida como un iceberg de enorme profundidad, la tristeza honda suele convertirse en ira que va in crescendo, por fortuna la de él alcanza su vértice cuando ve por primera vez a María y comienza el descenso hasta llegar a la escena de la piscina en la que al fin, y en las tumbonas, encuentra el sosiego anhelado junto a María, la dueña del detonante que le rescata y le extrae la ternura, la pena es que por el otro lado del triángulo asciende la cólera de la ya casi olvidada Sonsoles. Qué lástima que en este caso no se pueda cambiar el dicho de “lo que mal empieza mal acaba”.
Cuando vemos en esa mesa “santuario”, libros sobre la revolución de octubre, matrioskas con la imagen de personajes rusos y a Pablo pasar las satinadas hojas con parsimonia hasta detenerse en las fotografías de las hijas del último zar ruso Nicolás II y cómo sus ojos se prenden especialmente al retrato de la bellísima princesa Olga, de inmediato intuimos que el título de la película y esas imágenes encierran un secreto que tiene que ver con el momento de flaqueza que debió sentir el bolchevique que recibió la orden de asesinarla. Hay un anticipo velado de inmolación, de derramamiento de sangre inocente en esas páginas que el espectador aún desconoce porque no puede seguir hojeando. Esta presentación corresponde al principio del largometraje pero la he dejado para el final porque la película cierra en círculo.
Me despido con pena porque es un film que no me canso de contemplar y me apetece mucho compartirlo con el club de cine, para escuchar el inteligente epílogo que le añadirán mis compañeros prolongándola un poco más. Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

"MADRES E HIJAS", película de Rodrigo García

El martes día 5 de Noviembre arrancamos en el club de cine del centro de mayores de Ibercaja  de Guadalajara con “Madres e hijas” una conmocionante película del gran cineasta Rodrigo García.
No hace falta licenciarse en Harvard –aunque tengo entendido que él sí lo hizo- para saber que a Rodrigo García no le gusta ser conocido como “hijo de” y no por una cuestión de eclipse sino porque los lenguajes que dominan ambos artistas, Gabriel García Márquez y Rodrigo García, son diferentes: la literatura construye imágenes con las palabras y el cine crea palabras con las imágenes, -perdón por la forma de simplificar-, en ese sentido padre e hijo están a la par en disciplinas diferentes, y tienen voces, sensibilidades y radares distintos. En cualquier caso y en su casa un hijo ve a su padre en un plano íntimo y privado distinto al de su proyección pública, le contempla durmiendo, tomando sopa, contento, triste, enfadado, presente en los momentos clave de sus vástagos, o ausente, o indiferente… amado por delegación a través de su esposa o a la inversa, comprendido o incomprendido en determinados periodos y viceversa, comprensivo o inflexible en otros, con sus luces, con sus sombras… como le pasará al propio Rodrigo García con su mujer y con sus hijas, y a ello vamos: a los mundos íntimos y privados que este gran cineasta explora.

Sobre “Madres e hijas” se han dicho muchas cosas distintas en esa especie de epílogo que todos añadimos a las obras, es natural porque cada espectador la hace suya y la película abre varios debates inagotables, así que me limitaré a añadir mi aportación que sin duda enriquecerán en el club mis compañeros.
El propio director planteó el film partiendo de la idea de una separación involuntaria entre dos personas y las consecuencias que conlleva y pensó que la forma más primigenia de comenzar a indagar en ese dolor y a explicarlo sería buscando la matriz, el origen, el vínculo más poderoso y decidió arrancarle un hijo a una madre adolescente, a partir de ahí irá tallando para obtener las facetas de las distintas caras y aristas de una misma gema: la maternidad. En todo momento dentro de la pantalla veremos a madres con hijas, incluso a las tres generaciones juntas: abuela, madre y nieta, todas ellas con sus peripecias vitales y sus conflictos personales intentando afrontarlos conjugarlos y resolverlos.
La película comienza con la escena de dos adolescentes haciendo el amor, porque eso es lo que tienen: no un despertar al sexo sino una historia de amor y el director así nos hace comprenderlo con cuatro pinceladas certeras. Una elipsis de 37 años nos llevará hasta una mujer madura, Karen (interpretada por Annette Bening en uno de los mejores papeles de su carrera). Karen es aquella adolescente de catorce años que presionada por su madre entregó en adopción a su hija, Elizabeth (la hipnótica Naomi Wats), ambas se echan de menos sin haberse conocido nunca. Karen ha vivido acorazada desde entonces, cuidando de su madre ya anciana en su casa (tengo la impresión de que ese detalle refleja un modo de vida familiar más español y latino que norteamericano y que es importado por parte del director, aunque puedo estar equivocada ya que nunca he vivido en los Estados Unidos y por tanto desconozco el modelo y las costumbres y sin querer puedo estar cayendo en algún cliché ficticio, además los estados de la unión son muchos: unos más adinerados, otros más deprimidos, urbanos, rurales… como en todas partes).
La hija de Karen, Elizabeth, es una brillante abogada de 37 años que vaga sola y nómada por el mundo laboral en un radio siempre cercano al lugar donde nació. La adopción no salió bien y para no comprometerse en ninguna relación a Elizabeth le gusta llevar el control y las riendas en las relaciones porque no quiere deberle nada a nadie, sin embargo presenta a los nuevos vecinos a Paul -su jefe y amante- como su padre (a Paul le da vida el actor Samuel L. Jackson en un papel tan diferente a los que nos tiene acostumbrados que casi es una bella trasgresión ya que los personajes masculinos de esta película tienen caracteres preciosos y la ternura le ha venido muy bien a su habitual roll de hombre duro), bajo el aparente cinismo de Elizabeth se transparenta la vulnerabilidad y el mensaje sutil sobre sus carencias. La vecina está embarazada y más adelante veremos cómo la rutilante abogada, por envidia, intenta tambalear el idílico estado de la joven pareja llevándose a la cama al marido. La película muestra los sentimientos contradictorios, ambivalentes de estas mujeres complejas. El trabajo de las actrices es para descubrirse: en mínimos gestos apenas perceptibles asoma todo el iceberg que va debajo, estad atentos a las escenas de hospital en las que Karen siente celos de la hija de Sofía, la empleada doméstica (Elpidia Carrillo, el director cuenta con esta excelente y bella actriz en muchos de sus trabajos, de algún modo su sola presencia representa un puente entre las dos Américas, el enlace entre las dos culturas) porque la anciana madre (a cargo de la actriz Eileen Rayan, que borda el papel) está volcando en la niña toda la dulzura que a ella le negó y todavía le niega. En pasajes posteriores contemplaremos en un primer plano y un prolongado silencio una de las muestras de evolución más grande que se puede producir en una persona, sin una sola palabra el rostro de Annette Bening-Karem se va transformando mientras mira a la pequeña que duerme sobre su sofá, y toda una existencia de resentimiento se diluye. Salvo la honrosísima excepción de Liv Ullman trabajando a las órdenes de Bergman yo no he visto en cine tamaña elocuencia. Muchos de los estados anímicos son trasladados a los objetos: mientras Karem peina a su madre, el cepillado cambia de ritmos según va afectando la conversación, la anciana a su vez manifiesta el arrepentimiento arrastrado durante toda su vida con significativas miradas, ese arrepentimiento amargo que no se pronuncia porque no admite la redención de quien ya no puede cambiar los hechos y se lleva encima como una penitencia.
Otra pareja de afroamericanos aparecerá en pantalla, en este caso Lucy (Kerry Washington, desplegando todo el esplendor de su talento) desea adoptar. Ambas historias están perfectamente equilibradas en su juego de espejos, y las decisiones de Rodrigo García para los pespuntes y la composición no pueden ser más acertadas. La película exhala el aliento poético de su creador -si entendemos como poesía el desgarro lírico- que alcanza la emoción y la belleza con sentido, todo el sentido de la elegancia de corazón expresado de forma comedida y sin alharacas.
Las partes están muy equilibradas y antes de que se crucen las historias mantienes el mismo interés por cada pieza hasta llegar a la desembocadura. En esta parte el espectador, gracias al buen trabajo de los actores, intuye que Joseph, el marido, (encarnado por el magnífico actor David Ramsey, como veis el elenco fue escogido a conciencia) complace pero no termina de tener clara la decisión, hay un detalle significativo que se produce en el coche -cuando ya han salido de la entrevista y Lucy desata su nerviosismo- en el que acaricia a su marido para afirmarle la virilidad, al menos así lo interpreté, más adelante sabremos que es Lucy quien no puede concebir. Ella regenta una pastelería, hay gestos que pueden pasar inadvertidos a la consciencia del espectador pero que sí entran sin embargo en su inconsciente como el del adorno que madre e hija están colocando en una tarta, Lucy vuelve a cambiar la posición subrayando que las decisiones son suyas y de nuevo asistimos a otro traslado de los estados de ánimo hacia los objetos.
En nuestro país tenemos el escándalo de los niños robados con monjas implicadas. En esta película en la que no existe papel pequeño aparece una monja (personaje a cargo de la actriz Cherry Jones quien está considerada una de las mejores actrices de teatro americanas y bajo sus pies tiemblan todas las tablas de Broadway) haciendo los trámites como es debido y sirviendo de mediadora entre las partes de forma honrada.
La entrada de Paco (Jimmy Smits) en la vida de Karen le devuelve la luz, resulta conmovedora la ruptura de coraza con barrena. Tengo una predilección especial por este actor tan comprometido con su obra y con su vida desde la mítica serie “La ley de Los Ángeles” que tanto debate proponía y suscitaba, Víctor Cifuentes se llamaba el personaje, en “Madres e hijas” resulta especialmente atractivo, tan grande y acogedor, le sientan muy bien los años y los kilos repartidos por su gran estatura y lo digo en las dos acepciones: altura física y moral. También los actores hombres se merecen que otros hombres y en clave masculina les regalen personajes inolvidables que parten de la sencillez de la vida cotidiana, hay hombres buenos y atrayentes con grandes aspiraciones “pequeñas” como la de remontar al lado de una mujer  madura; creo sinceramente que tanto en el cine como en la literatura hemos abusado de personajes descerebrados que huyen de las responsabilidades con eternas crisis y complejos de Peter Pan, maltratadores, drogadictos y colgados sin remedio, por desgracia haberlos haylos y habrá que seguir combatiendo sus abusos con todo el peso de la ley, pero en cierto modo y frente a su misoginia puede que haya surgido una misandria un poco injusta para varones de extraordinario comportamiento que se han quedado en la sombra, por eso creo que la propuesta de Rodrigo García, al menos para mí, es una reivindicación muy merecida, todos los hombres que aparecen en la película enamoran y lo hacen desde un planteamiento respetuoso, sincero y realista: tienen personalidad, escuchan, no imponen, no se dejan avasallar y tampoco se amoldan, simplemente se comparten con las mujeres que quieren. La única excepción es Joseph, pero incluso en ese caso el planteamiento puede doler porque no coloca como prioridad en su vida a su esposa, pero él desea un hijo de su sangre, lo plantea con sinceridad y se sale del proyecto sin discordias. Es duro que te repudien por no poder concebir, pero la situación queda clara y ella sigue adelante sola con la adopción, nadie te puede obligar a ser madre o a dejar de serlo, como tampoco a ser padre o a dejar de serlo y mucho menos a renunciar a tus deseos.

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Y ahora con vuestro permiso me voy a permitir un desahogo:
Ciertos críticos cinematográficos, pocos por suerte, en mi opinión -subjetiva naturalmente- no han captado el proyecto ni las intenciones de García, cuyo análisis es bastante más intelectual y mucho menos emocional de lo que algunos y algunas han querido ver, y subrayo el “algunas” porque me duele que hayan rebajado la hondura del contenido por el hecho de que los pilares sociales de nuestro tiempo se miren ¡por una vez! desde el prisma femenino. ¿En qué quedamos?, ¿las mujeres somos estereotipos con un rol impuesto?, ¿o parte decisiva en la resolución de los conflictos privados y públicos? Hay quien se ha atrevido a tildar de folletín la película y, peor aún, de melodrama en velado término peyorativo; me parece mentira la falta de precisión en el lenguaje de quien se supone que domina el significado de los términos. Según el diccionario melodrama es: “Obra teatral dramática en la que se resaltan los pasajes sentimentales mediante la incorporación de la música instrumental”. Que yo sepa los sentimientos mueven el mundo, o decidme si no a qué se debe que las consultas de psicólogos y psiquiatras rebosen de pacientes, y el melodrama es un formato o género que será bueno o malo dependiendo de con qué lo rellenes, digo yo. En cualquier caso, creo honestamente que Rodrigo García es una voz nueva e inclasificable, pero bueno, a quien le guste poner pegatinas que las siga poniendo. Que realices algo tan digno y que vengan los cuatro superficiales de turno que se supone que son entendidos –la crítica cinematográfica es una carrera universitaria según creo- a rellenar el silencio con su corta entrega, que mira tú por dónde eso sí que sirve como definición de folletín, diminutivo de feuillet (hoja): “Género dramático de ficción caracterizado por su intenso ritmo de producción, de argumento poco verosímil y simplicidad psicológica”. Pues eso son algunas entrevistas y otras reseñas que he visto y leído: folletines malos, poco verosímiles e insultantemente simples. Tiene narices. Así que a veces entiende una la cara de aburrimiento y de paciencia que en las promociones ponen los artistas. Menos mal que el espectador del cine de autor sí suele estar a la altura de la obra, y la agradece, pero los creadores no tienen la suerte de ponerse en contacto con sus espectadores.
Reconozco a Rodrigo García sin necesidad de ver su nombre en cualquier capítulo que escriba o dirija en series como “A dos metros bajo tierra”, “Los Soprano”… él siempre marca una frontera de humildad para acotar el trabajo y entregarle a cada miembro del equipo su mérito y es loable, para eso se especifica guión y dirección cuando ambas actividades las realizan personas distintas, pero su sello se nota porque tiene que ver con su forma de mirar. Algún día me tomaré mi tiempo para hablar de “En terapia”, serie que me removió los cimientos y que me llevó hasta el final con la dolorosa pregunta de ¿entonces cuáles son las certezas? Quienes sigan este blog ya sabrán que una de mis preocupaciones constantes es la subjetividad entre otras derivadas de la anterior tales como la percepción de la realidad y la pérdida de la confianza. Es difícil llegar a conclusiones sabiendo que nunca posees toda la información y esa convicción me produce una inseguridad enorme, así que cuando el propio psicoanalista de la serie pone en cuestión toda su labor porque entre otras cosas ha perdido la confianza en sus pacientes porque no sabe si le mienten y por tanto le manipulan, me quedé descompuesta y desolada mirando a la pantalla a la espera de algún capítulo más, porque también yo en esa serie buscaba con avidez las repuestas.  Al cabo de un rato buceé en lo que sentía: un profundo amor por el personaje y un deseo enorme de abrazarle y cobijarle, y aunque parezca una verdad de Perogrullo creo que no hay otra certeza más demostrable que la de sentir amor por alguien –se sobreentiende que no hablo sólo del de pareja- el amor es el único vínculo real de compenetración, el único nexo en el que dejamos de ser soledades. Y ese sentimiento lo tuve tanto por el actor Gabriel Byrne como por el personaje Paul Weston, a esas alturas formaban una simbiosis. Creo que Rodrigo García sin pedirlo consigue de los actores un grado mayor de compromiso que no pueden dejar en el perchero cuando terminan la actuación, porque lo que diferencia a la obra de arte del mero entretenimiento o la evasión es que ésta te transforma y por fortuna lo hace también con el espectador que experimenta un enorme crecimiento, (me encantaría preguntar a los actores de ese calibre cómo resuelven el desprendimiento, pero esa es otra historia que me gustaría poder desarrollar algún día en una novela: la trastienda). Pocos directores y también actores se atreverían con ese formato de tremenda desnudez anímica que obliga a dos personas en una consulta terapéutica a sujetar el primer plano sin que haya un mínimo resquicio para engañar al objetivo de la cámara con algún recurso, no había nada más que sus rostros y sus cuerpos y sin embargo a través de sus gestos y palabras podías ver con nitidez todo lo que quedaba fuera de esa consulta. Nadie se arrima hasta el punto de volcarse en el interior del otro como lo hizo él, Rodrigo García. La elocuencia como ya he dicho en renglones anteriores no es sólo patrimonio de las palabras, el lenguaje no verbal es mucho más poderoso, pero capturarlo en los diminutos gestos requiere una pericia que lleva detrás una capacidad de escucha a través de los sentidos mucho más grande que la de los demás mortales y construir con dichas imágenes el poema y entregarlo en cine es tan generoso… la única forma en la que el espectador puede recibir el milagro de ver el pantallazo de un solo ojo, o de la comisura izquierda en unos labios despectivos, o el temblor de un solo dedo… es como si nos abrieran un boquete agrandado con cristal de aumento para dejarnos entrar en los pliegues más recónditos del alma humana, y las llaves de las puertas para adentrarse sólo las tienen artistas como García Barcha, y en este caso sí da lo mismo que la idea de la consulta y de un paciente por semana se le ocurriera a un director israelí, Agair Levi, -a Rodrigo García nunca se le olvida mencionar a su creador- en otras ocasiones me ha dolido que en su afán de superioridad los norteamericanos cojan una película extranjera que les gusta y en lugar de darla a conocer en su país, como hacemos los demás, la rehagan como suya enviando el mensaje de que son capaces de mejorarla, pero no me quiero repetir, en este caso excepcional, como decía, se toma prestado el continente, es decir el recipiente, y es factible variar el contenido según cada cultura requiera, aunque al final las líneas maestras sean universales y comunes a toda la humanidad.
En alguna entrevista le he oído decir que él escribe y realiza historias para adultos que actualmente están recogiendo cadenas como la HBO, y si te paras a pensar en la dimensión de la palabra te das cuenta de que alcanzar una edad adulta, a menudo, no tiene que ver con la cronología; ser adulto requiere un bagaje y legado de experiencia y desgraciadamente a muchos adultos les están entregando un cine de pubertad que les impide el desarrollo personal cuyo proceso ha de durar toda la vida hasta que te despides.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.

Pili Zori