"Juego de espías" de MICHAEL FRAYN

“Juego de espías” de Michael Frayn o la evocación de un verano en la infancia de Stephen Wheatley en las calles de un barrio londinense situado en las afueras de la ciudad mientras la segunda guerra mundial devastaba Europa.
Dos niños varones, Stephen y Keith deciden “jugar” a vigilar a los vecinos. Keith, quien habitualmente toma la iniciativa, un buen día asegura que su madre es una espía que trabaja para los alemanes, a partir de dicha conjetura ambos irán anotando cada uno de los movimientos, entradas y salidas que la sencilla ama de casa hace, y sin pretenderlo se adentrarán en el mundo de los adultos cargado de silencios, tensiones y secretos que la imaginación de los chicos rellena intentando completar así la información que les falta. Pero, ¿van bien encaminados?, ¿acaso el instinto infantil que respira los ambientes en los que vive no es el más certero?
Los niños atraviesan con facilidad envolturas y oscurantismos y hacen diana con sus dardos en el núcleo y en la esencia de los mayores. Pero aún desconocen las consecuencias de sus actos ¿inocentes?, ¿reflejo de nuestra imagen y semejanza?

Comprendemos sin saber, porque como ya he dicho en otras ocasiones en este mismo blog hay percepciones conscientes y también inconscientes, pero en el fondo siempre sabemos lo que ocurre aunque no nos atrevamos a mirarlo de frente.
Cincuenta años después Stephen regresará a la calle de su infancia y podrá mirar a los ojos al niño que fue.
Tras un arranque largo en apariencia el lector deduce hacia la mitad de la novela -en el eje- que la extensa presentación ha sido necesaria para crear la atmósfera hipnótica que la historia requiere. Porque atreverse a hacer algo o retroceder para no hacerlo lleva su tiempo y en esa tensa disyuntiva de vaivén se moverá el niño protagonista de esta historia.
El recuerdo, la dura remembranza, proviene de un olor: el aroma que desprende el arbusto de la alheña, una mezcla dulce, acre y de marcaje felino. El olfato siempre es el sentido que se ocupa de la memoria, de los recuerdos a los que a menudo llama sin permiso, y de los cinco, es el más rápido en viajar vertiginosamente hacia el pasado.
Esta novela iniciática nos habla de la fascinación que ejercen los tiranos ya desde la infancia, de cómo paralizan los seres dominantes, de cómo anulan la iniciativa, la capacidad de respuesta... En ese punto me pregunté de nuevo por la valentía y por la cobardía que tan en serio se toman los niños dado que en la elección implican su honor, que no por infantil es menos grande, y decidí que habría que redefinir sus significados ya que a menudo exigimos a quien ha sido apabullado que se defienda, porque eso es lo fácil, pero lo correcto en mi opinión es trasladar la exigencia a quien abusa y no reprochar encima al damnificado, lo mismo haría con la fortaleza volviendo a desmenuzar su concepto, porque no es más fuerte quien se sale con la suya, grita o reacciona con amenazas para conseguir lo que quiere, sino quien en las peores circunstancias opta por lo que considera más justo y lo mantiene. El lenguaje sólo es un reflejo de los sentimientos e ideas, y algunos sin duda llevan demasiado tiempo siendo preponderantes, erróneos e impuestos, la Real Academia debería estar más atenta al contenido, al fin y al cabo de eso trata el oficio, de eso va la semántica.
Juego de espías da una inteligentísima vuelta de tuerca que nos hace replantearnos -bajo la mirada de la infancia- demasiadas ideas preconcebidas que damos por supuestas como la de que ser alemán en tiempos de Hitler no fue sinónimo de nazi, parece una verdad de Perogrullo, pero no está de más recordarlo.
La crueldad anida en nosotros y se practica en cualquier parte del planeta y en cualquier tiempo, saberlo nos permite elegir ejercerla o no. Hemos conseguido convertir el nazismo en eufemismo y apartándolo hacia ese compartimento estanco del mapa y en ese trozo de la historia nos quedamos tranquilos pensando que la atrocidad no va con nosotros, que aquella ignominia, aquel holocausto lo hicieron y protagonizaron otros, pero muchos alemanes se oponían, y también fueron perseguidos y asesinados sin que necesariamente fueran de religión judía o de origen israelita, a menudo lo olvidamos. Mientras otros muchos europeos celebraban la llegada de aquellas juventudes hitlerianas tan rubias y tan altas. Con respecto a estas últimas frases Michael Frayn se guarda una hermosa sorpresa invirtiendo los comportamientos que no voy a desvelar.
El padre de Stephen mientras cura y desinfecta con inmensa ternura la herida que le han hecho a su hijo en el cuello le dice que hay personas que disfrutan con la crueldad y que él ya ha visto demasiadas, (perdón por no citar textualmente), en ese momento le devuelve a su hijo la dignidad enviándole el mensaje correcto: nunca, jamás hay que ser como quien te ha causado esa herida. Le devuelve la fortaleza haciéndole comprender que ésta radica en dicha decisión, y yo añado que es bueno saber que tienes fuerza precisamente para no alardear de ella, para no tener que usarla.
“Juego de espías” analiza la zanja que separa el mundo adulto del de la infancia, todavía no sé si es inevitable esa brecha en la etapa -quizá más íntima de nuestra historia personal- en la que todavía buscamos las palabras para ponerlas en donde aún no las hay, las nuestras, las propias. En ese periodo en el que sólo sentimos y reaccionamos, el pensamiento aún está colocado en las emociones y en la intuición.
En la novela hay una imagen hermosísima que define con exactitud dicha zanja: Stephen, tras padecer una pesadilla se mete en la cama de sus padres en medio de las paredes que forman las dos espaldas. No puede ser más explícita.
“Juego de espías” se adentra en el origen de los miedos con una eficacia que hasta ahora yo no había contemplado ni en literatura ni en ninguna otra parte. Me sigo preguntando ¿por qué cuando somos niños no comunicamos la angustia?, ¿qué componentes de humillación y vergüenza hacen que ocultemos el dolor que nos infligen? Ahí está el acoso escolar para demostrarlo. Sin embargo paradójicamente esa zanja insalvable en apariencia como un cañón esculpido por un río se vuelve navegable cuando los miedos adultos y los infantiles son compartidos: la madre de Keith conecta con Stephen en el momento en el que los dos olfatean sus temores sintiéndose de la misma especie, y lo mismo sucede cuando el aviador escondido pronuncia en voz alta ante Steephen lo que sintió desde el cielo.
Una historia de amor se despliega ante los ojos del niño sobre un mapa de seda que ha de entregar junto a la frase “Para siempre”. Pañuelos, fulares que tapan o destapan, que ocultan o muestran en gargantas grandes o pequeñas…  Responsabilidad inmensa para un menor asustado e imaginativo. Encomienda que no cumple a causa del terror que le atenaza, por no haber sabido encontrar o aprovechar el momento adecuado, por sopesar la encrucijada de sus lealtades. El remordimiento que se instala en sus pequeñas entrañas por no saber a quién ser fiel con la palabra dada. Los niños no distinguen los niveles de importancia en los errores, en las faltas, en las equivocaciones y por ello no se otorgan el perdón y se limitan a acarrearlos.
Pero será la solidaridad innata cuando dejan de inducirle, cuando piensa por sí mismo la que salve y resarza a Stephen de toda confusión. Su padre le tranquiliza aunque el hijo no le responda, diciéndole que no ha hecho nada malo si le ha llevado comida y medicamentos al hombre escondido. Pero el hombre cruza las vías del tren.
“¡Qué cosas nos hicimos los unos a los otros en aquellos años de locos! ¡Qué nos hicimos a nosotros mismos!”  
Nos dice el protagonista en la madurez al llegar a las últimas páginas. 
La casa del niño no deslumbra tanto como la de Keith, pero el padre de Stephen en lugar de opulencia y oropeles sí le proporciona sin embargo cimientos para que en el futuro sea un hombre, un hombre bueno. Y puestos a seguir redefiniendo creo que a nadie se le escapa que la verdadera fuerza es la bondad.
“Juego de espías” es un libro que remueve, que transforma, que conmueve, que emociona. Pero sobre todo “Juego de espías” nos recuerda que los niños se miran en nosotros, intentemos al menos no estar sucios o limpiemos el espejo frente a ellos, para que sepan que todos nos equivocamos pero que los errores se pueden remediar. Toda mi vida he pensado que a los críos se les puede decir la verdad buscando la manera apropiada de hacerlo, es la muestra de respeto que más agradecen. Es posible que sea después cuando no queramos verla.
Agradezco esta joya literaria que mereció el premio Whitbread de novela en el 2002, pero a quienes de verdad quiero dar las gracias es a Stefan Weitzler, (cuando lleguéis a las últimas páginas entenderéis la sorpresa de este nombre que ni el escritor ni yo os habíamos anunciado) nunca antes había sentido con tanta hondura la verdad de la ficción, y me alegro de haber conocido a Michael Frayn, el autor, a través de esta bellísima novela llena de lirismo y voz tan singular que no se parece a ninguna otra, gracias a él, he navegado por el interior de mí misma. Frayn es la mano que te saca del abismo tras introducirte en él sin soltarte para que pierdas el miedo.
Es una novela preciosa que me regaló un reciente amigo vinculado con la biblioteca pública de mi ciudad.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

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