"LAS ACACIAS", Película de Pablo Giorgelli

Esta tarde he contemplado embelesada la película argentina “Las Acacias” del cineasta Pablo Giornelli. Y digo bien la palabra contemplar porque esa es la forma de verla: mirando hacia fuera y también hacia dentro -tal y como lo haces- cuando vas de viaje; además tiene el ritmo exacto de la road movie que te permite absorber el paisaje en movimiento mientras tú vas quieto y meditas, o te adormeces con el ronroneo acunado del vehículo que te adentra -al igual que  a los personajes- en la confianza del inevitable sueño. Ese es otro de los grandes temas que propone esta obra: cómo se genera y desarrolla la confianza entre extraños.
Si transcribiese aquí los premios que el largometraje recibió os aseguro que ocuparían más espacio que el propio film, así que no os abrumo; resumiré diciendo que en todos los bordes del mapa y también en las tierras interiores fue comprendido en su lenguaje universal, y galardonado en los festivales de cine más importantes del mundo desde Cannes a el Film Fra Sør de Oslo, pasando por los de Londres, Bombay, San Sebastián, Bratislava, Kiev, La Habana, Asunción de Paraguay…
Los primeros fotogramas que aparecen en pantalla son bellísimos: un racimo de haces de luz cenital, casi sobrenatural, se filtra desde el cielo entretejiéndose por las ramas de un bosque de altas y robustas acacias. El espectador ve una especie de humo que se adentra por la esquina de la pantalla y un ruido difuso que va en aumento y que aún no sabe descifrar; pronto verá caer un majestuoso tronco de árbol, el sonido provenía de la sierra eléctrica, y la humareda era el polvillo de la madera; la sensación es de muerte. Y desde esa metáfora parte la película, enseguida trasladaremos la imagen al estado de ánimo del protagonista, así se siente: como un tronco derribado y muerto dentro de ese bosque cerrado en sí mismo; aunque el público desde su butaca de la sala de cine ignora aún si el personaje es consciente o no de ese sentir que quizá confunde con vida, con su modo de estar en ella.
La preciosa y -en apariencia- sencilla filmación trata de un camionero, Rubén (interpretado de forma magistral por German da Silva) y su pasajera. Rubén es un hombre solitario que desde hace años transporta madera de acacia en la ruta entre Asunción y Buenos Aires. “Un amigo” le pide al transportista que lleve a una joven mujer hasta Buenos Aires, después sabremos que el amigo es el jefe de Rubén, y que la madre de la joven es la empleada doméstica del patrón, detalle vinculante que nos explica el status social y subalterno de ambos protagonistas. Jacinta (Hebe Duarte) llega tarde y además lleva en brazos a su hija Anahí (Nayra Calle Mamani) una bebé de cinco meses de la que no le habían hablado al conductor y como añadido sendos bolsos que hacen que parezca un perchero. Todo indica un mal comienzo de viaje, (mensaje y señales que el espectador recibe a través de los gestos y movimientos hostiles del camionero que no hace amago de ayudarla), y la actitud cohibida de Jacinta. Más tarde la escucharemos decir resuelta ante los guardias de la frontera que la niña no tiene padre, y que va con ella a Buenos Aires a visitar a una prima; la cámara captura en ese instante uno de los primeros sentimientos encontrados y contrapuestos de Rubén, más adelante se agregarán otros al oír como Jacinta llora cuando cree que  está dormido, al verla reír mientras cambia de pañal y de ropa a la niña en los puntos de descanso sin saber que está siendo observada; comprobaremos como se encela cuando ella charla amigablemente con un compatriota, escucharemos todo el bullicio interior del transportista y cómo él se pregunta sin palabras qué le está ocurriendo… Rubén empieza a romper el escudo, y sin temor a exagerar aseguro que oímos el deslizar de la cremallera, escuchamos como se abre la grieta. Para entonces los espectadores hemos hecho especulaciones, algunas incluso preocupadas, ya que de forma sutil en una escena anterior hemos comprendido la mirada que él baja hasta su propia entrepierna. Pero poco a poco y con un buen uso del gotero de las sorpresas el director a través de sus intérpretes nos va desvelando más detalles: ella va a buscar trabajo. Algo le ha pasado con su madre a juzgar por los ademanes que hace al hablar por teléfono. ¿Se fue sin despedirse?, ¿salió huyendo?, ¿es con ella con quien habla en realidad?... Rubén tiene un hijo al que no ve desde hace ocho años –de nuevo los sentimientos de paternidad vistos desde las dos partes, desde ambas versiones- Jacinta no quiere saber nada del progenitor y la madre del hijo de Rubén se fue con el niño y otro hombre a los Estados Unidos, en un instante en el que él baja del camión para fumar y serenarse Jacinta descubre en la guantera un pequeño álbum de fotos en el que aparece el hijo junto a él y la bicicleta que le obsequió, la cámara confirma así que la confidencia compartida es real, pero pronto sabremos que conocer esas respuestas no es lo importante.
Aunque caiga en tópicos manidos es curioso que el largometraje muestre a personas tan silenciosas, con la fama de incontinentes verbales que tienen los argentinos, y en general los latinoamericanos, pero lo cierto es que estamos ante una pequeña gran pieza de puro cine, ya que son las imágenes y los elocuentes silencios los que se explican por sí mismos, y el tema principal trata de lo que no se sabe expresar, comunicar, exteriorizar... Es como si al director y a su coguionista (Salvador Roselli) les hubiesen pedido que usaran las palabras exactas, sin derrocharlas, guardándolas para que sean bien usadas en el momento preciso, en el instante oportuno, las justas, ni una más ni una menos, y que con esa escasez de recursos se las arreglaran para construir una pequeña y delicada pieza de orfebrería. Serán las miradas tímidas y alternas, las reacciones, las actitudes, los cambios de luz, la colocación de los personajes en escena al aproximarse o alejarse con movimientos leves en ese cubículo inevitablemente cercano los que irán desgranando y exprimiendo el jugo de cada una de las semillas dulces, sensuales y carnosas de dicha granada ocultos tras la dura y protectora piel.

Como era de esperar, (aunque no por ello la película es previsible ya que en esa pequeña cabina de camión se respira una atmósfera inquietante), la relación poco a poco se va suavizando y el espectador asiste con placer al resquebrajamiento final de la armadura del hombre; y entonces comienza a fluir toda esa ternura masculina que un día quedó encerrada en el interior hermético de ese cuerpo con cicatriz que vemos cuando se asea en los baños de las gasolineras en las que paran para mostrarnos su desnudez física y anímica en ese momento de intimidad.
La historia no nos resulta desconocida, es tan antigua como el mundo: se trata de alguien que se encerró en sí mismo a causa del dolor. A menudo esas personas nunca vuelven a abrirse, pero él mirándose en el espejo de ella y tomando en brazos a la pequeña –encantadora excusa para la catarsis- vuelve a sentir, a reencontrarse a sí mismo y no le queda más remedio que buscar las palabras que le vulneran en ese largo y doloroso viaje que va desde el corazón a la boca, y finalmente las pronuncia. Son tan simples y sencillas como pedir una cita pero el universo entero cabe en ellas porque reviven, redimen, resucitan… aunque den miedo, el final es conmovedor y todo el público se libera con una sonrisa enorme.
Fue difícil desarrollar el rodaje en el diminuto espacio de la cabina, los actores lo sostuvieron sin más recursos que la fuerza de los gestos fundamentalmente en primeros planos y medios, las paradas del gran vehículo unidas a los paisajes distendieron. Pero la filmación tuvo el agravante de que los ritmos -como es lógico- los marcaba la pequeña con sus horarios de biberones, higiene y sueño. Impresiona ver cómo la actriz parece su madre real y cómo la nena también la mira como hija propia, una beba -como dicen ellos- bonita y expresiva hasta extremos con los que seguramente no contaban, un regalo que produjo una corriente de afectividad que se salió de la pantalla.
La película es bellísima, rezuma respeto, y sobre todo verdad.
Una vez más queda demostrado que no son necesarios disparos, persecuciones entre malvados ni grandilocuencias épicas para provocar el interés, la conexión del público y de la crítica; la vida cotidiana suscita el mejor suspense y está llena de historias de héroes anónimos con la difícil misión de resurgir de las cenizas para enamorarse por primera vez, o de nuevo, corriendo todos los riesgos.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

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