"LA CORDILLERA", película de Santiago Mitre

“La cordillera” me produjo sensaciones ambivalentes. Por un lado me pareció la magnífica síntesis de una narración que sin embargo –a mi juicio, subjetivo naturalmente- requiere mayor desarrollo, me resultó esquemática y pensé que por ello el film habría necesitado romper la frontera de la hora y cincuenta y cuatro minutos que dura, porque desde el primer fotograma se aprecia que la composición, el ritmo y el tono precisan más espacio, mayor metraje; actualmente el talento cinematográfico se está yendo al formato de serie, y en él “La cordillera” podría tomar el tamaño que necesitase, de “novela” por ejemplo, (si se me permite el traslado de un arte a otro para que se entienda mejor lo que intento expresar, al fin y al cabo la cinematografía los aglutina a todos, literatura, pintura, música, teatro…) Tuve la sensación de que asistía a un primer capítulo piloto que trataba del comienzo de la corrupción de un político aparentemente sencillo, cercano, poco carismático hasta ese momento -al menos en contraste con el mandatario de Brasil.
Hernán Blanco (Ricardo Darín, magistral, como de costumbre) hasta ese encuentro pasaba inadvertido; era el dignatario que, por recién llegado, otros presidentes con mayor experiencia consideraban maleable; el hombre común que desde una zona humilde de Argentina alcanzó la máxima responsabilidad de dicho país.
Pero –y ya entramos en el presente de la película- ¿Hernán es en realidad un hombre corriente?, u ¿oscuro en contraste con su apellido Blanco?
El color blanco juega un gran papel: con las distintas lecturas que sugiere el frío gélido de la “cumbre”, de la nevada cordillera de Los Andes cuyos picos los personajes miran de igual a igual, porque están a la misma altura.
Desde su butaca el espectador se pregunta: ¿el autor nos habla de la sutil pero planificada entrada en el mal?, ¿nos dice que el centro de operaciones de los jefes del infierno es la política?, ¿nos muestra las diferentes formas de vender el alma? Y en ese caso, ¿quién es más culpable?, ¿quién la compra?, ¿quién la vende? Si es que el presidente Blanco alguna vez tuvo alma, o ¿acaso Hernán Blanco aparentemente inofensivo siempre fue el mal en sí mismo?
Un juego onírico y telúrico de símbolos jugará en esa frontera de duda y sospecha que el público tendrá que discernir.
Vemos los interiores de las estancias, casi siempre en penumbra, claustrofóbicos y cerrados como los interiores anímicos, en contraste con la blancura exterior.
Desde el principio de la película el espectador sabe que  una amenaza latente, que se concreta en el yerno del presidente argentino, sobrevuela por encima de todo su gabinete: el ex-marido de su hija le puede acusar de corrupción poniendo en peligro su actual rango. El presidente Blanco reclama a María (Dolores Fonzi, como siempre una intérprete espectacular trabaje a las órdenes de quien trabaje fuera o dentro de su país) –heredera sin buscarlo de las consecuencias que conlleva ser hija de…- ella atraviesa un momento psíquico delicado, con antecedentes de otras crisis psicóticas, y su padre hace que la traigan a su lado ¿para protegerla?, ¿para protegerse?, ¿para controlar ese fleco suelto y tirar de la rienda? El público decidirá. A partir de dicho momento, comienzan las conjeturas y el espectador no está seguro de si la chica sufre un atentado en la habitación del hotel, o por el contrario es ella misma quien lo inflige, sólo ve como estalla la ventana, Santiago Mitre -el director y  Mariano Llinás, su coguionista- se mueven bien en esa ambigüedad-. Tras el estruendo de los cristales rotos María Blanco entra en un estado de shock que la enmudece, sólo la hipnosis la sacará del silencio, y con ese recurso el público desde el patio de butacas podrá ensamblar la oscuridad con la luz y unir vida privada con pública. La hija del presidente narra un episodio visto en su niñez que tiene relación con un caballo y un hecho delictivo del padre. Lo sorprendente es que Blanco niega el suceso y que ella haya podido presenciar algo así porque no había nacido. El escalofrío está servido. De nuevo el director nos deja con la incógnita para entrar quizá en los territorios morales, rayanos incluso en la espiritualidad, la religión...
¿Acaso los oscuros secretos del pasado nos delatan aún siendo desconocidos por todos los demás?, ¿es la hija el espejo de la conciencia del padre?, ¿hay verdades que se saben sin que hayan sido pronunciadas, presenciadas? El espectador decide.
Las figuras ¿surrealistas? como los caballos que aparecen no sólo en la mente de María, sino también en la propia cumbre, y las imágenes de las carreteras en forma de ocho que tal vez nos indiquen los recovecos del poder, supongo que serán elementos metafóricos del propio autor, de su universo particular sin las connotaciones simbólicas del imaginario colectivo que todos podemos comprender, no sé si los caballos representan la libertad, la delación o la conciencia, porque la mirada entre ambos -animal y hombre- es frontal y retadora, en mi opinión las alegorías no quedan claras, y lamenté que me hicieran perder la conexión sacándome fuera de la historia, las vi como piezas valiosas pero descosidas de la trama principal, sueltas.
El largometraje está muy cuidado, según tengo entendido utilizaron el avión real del Presidente de Argentina, y rodaron de noche en los espacios verdaderos de La Casa Rosada; el vestuario fue costoso puesto que los políticos visten trajes a medida, usan coches de alta gama y se hospedan en hoteles exclusivos y era necesario respirar todo lo que forma parte de su ambiente.
Me resultó interesante comprender las diferencias entre los países latinoamericanos; a menudo desde la distancia englobamos y atribuimos características comunes para todos y como es lógico ellos entre sí, al igual que los europeos entre nosotros, se parecen y nos parecemos tan poco como un huevo a una castaña.
Intuyo que el autor tiene como leit motiv el estudio del poder enfocándolo desde un ajuste de cuentas generacional y de forma freudiana: la rebelión contra el padre; ya lo hizo en su película Paulina (La patota), y por debajo de esa dura reclamación que siempre pone en un brete al progenitor con oficio político, asoma la queja de hijo desatendido que exige ser elegido, “o tu trabajo o yo” Juzga duramente al intachable en lo público porque le conoce en lo privado, y coloca en una encrucijada al padre  sabiendo que al obligarle a que escoja uno de los dos se destruye, en ambos largometrajes la hija se auto-inmola para llamar la atención del padre, sin darse cuenta de que victimizándose también obtiene poder y lo usa para el chantaje emocional. Naturalmente esta especulación mía que he creído ver entre las líneas de estas dos piezas y que no tengo derecho a hacer no invalida el profundo análisis que el director realiza en el mismísimo núcleo de la política o poniendo a prueba la ética y los entrecomillados pilares en los que se sustentan los oficios de los que dependen la justicia y el bienestar social. Me temo que los ama y desprecia al mismo tiempo y con la misma intensidad porque su discurso es pesimista. Creo que el autor está explorando, por ello fragmenta sin cerrar distintos enfoques de un mismo tema. La película muy a mi pesar me pareció una pieza incompleta.
Hasta el próximo encuentro.

Pili Zori.

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